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Religión y gobierno

Por Cecilia Lavalle

Yo no soy filósofa. Menos teóloga. Es más, para acabar pronto, ni siquiera soy una intelectual. Soy, eso sí, una mujer a la que le gusta pensar; que analiza y reflexiona en voz baja y en voz alta; que tiene muchas preguntas y algunas respuestas, y más dudas que certezas. Una de esas certezas, por cierto, es que religión y gobierno no forman una buena combinación.

Hablar de religión, dicen, es una pésima idea porque no se llega a ninguna parte. El problema es que la segunda persona en importancia de mi gobierno habló de religión y con ella sí quiere llegar a una parte: a gobernar. Así que conste que él empezó.

Carlos Abascal, secretario de Gobernación, dijo el pasado domingo «Es necesario recuperar, con absoluta libertad de credo, la religión como el espacio que propicie la vinculación, la revinculación del ser humano con su destino trascendente, para que le dé sentido a los valores éticos». Dijo también que «el siglo 21 será religioso o no será», y criticó a la democracia neoliberal, que, afirma, sacrifica los valores para consentir con la voluntad de las mayorías.

Estas declaraciones -vertidas el domingo pasado al clausurar el Foro Etico Mundial se suman a muchas otras similares. Sólo que esta vez fue criticado por uno de los más notables intelectuales y escritores mexicanos, Carlos Monsiváis, en un acto público y ante el presidente Fox.

Monsiváis señaló que Abascal «apenas toma la palabra instala su púlpito virtual», y precisó: «El Estado laico conlleva obligadamente la ética republicana que, sin negar en lo mínimo el papel de las religiones como espacio de formación de valores, deposita en la educación y las leyes los valores éticos de la sociedad no teocrática».

A partir de entonces se ha vuelto a poner en la mesa de discusión no sólo el hecho de que se viole o no nuestra Constitución, que establece con toda claridad el Estado laico, sino la idea misma de que sin religión no hay valores, o de que no es posible separar las creencias de una persona con el acto de gobierno y, por tanto, digan lo que digan las leyes, se puede argüir objeción de conciencia.

La discusión no es menor, porque estamos en el umbral de un relevo en el gobierno y porque buena parte de la ciudadanía está deseosa de cambios estructurales que modifiquen sustancialmente el rumbo del país y la manera en que funcionan nuestras instituciones.

En esta encrucijada hay sectores, poderosos sectores, que están de acuerdo con el secretario Abascal, con lo que planteó el domingo pasado, con lo que planteó en 2001. Por ejemplo, que «la rebelión feminista es un ataque al fundamento de la sociedad civilizada; tiene graves consecuencias en los niños, afecta las relaciones interpersonales, alienta el amor libre, la homosexualidad, la prostitución, la promiscuidad, el aborto, y en fin, la destrucción de la familia».

Esto sectores también están de acuerdo con lo que Abascal planteó en 1973 en su tesis de licenciatura, donde sostiene que el poder de la Iglesia es superior al del Estado; que el catolicismo tiene primacía sobre cualquier otra religión; que la Iglesia católica debe dar enseñanza religiosa en todas las escuelas a las que concurran católicos, y que el Estado está obligado a proteger a la Iglesia «limitando en lo que fuere necesario las libertades liberales».

Esas creencias, en el terreno personal, pueden ser aceptadas o criticadas; en todo caso, me parece que deben ser totalmente respetadas. El problema es que cuando esas mismas ideas y creencias forman parte de un sistema de gobierno, su observación deja de ser opcional: sus normas deben ser acatadas y punto.

Entonces, inevitablemente, pienso en los países islámicos, donde la línea divisoria entre religión y gobierno no existe; donde la máxima ley es lo que señala su libro sagrado. Pienso, por ejemplo, en las terribles violaciones a los derechos humanos de las mujeres con base en creencias religiosas convertidas en legislación.

Pienso también en presidentes como George Bush, quien justifica la invasión a Irak como parte de un mensaje que recibió de Dios para instaurar lo que llamó el «eje del bien». O en su decisión de incluir en los programas escolares los señalamientos de su religión junto con los hallazgos científicos para explicar el origen del ser humano.

Pienso en la férrea oposición que ha manifestado la Iglesia católica contra, por ejemplo, los métodos anticonceptivos, contra la extraordinaria tolerancia y benevolencia que se ha mostrado con los sacerdotes que han cometido actos de pederastia.

En mi opinión, creer o no creer en los fundamentos de una religión debe ser una libertad consagrada, pero acatar esos fundamentos no debe ser una imposición legalizada. Insisto: religión y gobierno no forman una buena combinación, trátese de la religión que se trate, así sea la que profese la mayoría.

Apreciaría sus comentarios: [email protected]

*Periodista mexicana

06/CL/YT

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