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Ser madre no es tan padre

Por Yadira Calvo

En su obra llamada Infancia es destino, Santiago Ramírez dice que en México hay poco padre, mucha madre y, además, demasiados hermanos. Quitando lo del exceso de hermanos, éste es un fenómeno universal: mucha madre y poco padre son cara y cruz de la sociedad sexista, y los argumentos con los que se le ha intentado dar carta de naturaleza son para caer de espaldas.

Veamos, de pasada, unas cuantas ideas del ensayista y médico español Gregorio Marañón, de cuyas páginas se ha dicho que contienen «finos primores de pensamiento y estilo». Marañón asegura que «la mujer está principalmente construida para realizar una completa función sexual primaria: concebir al hijo, incubarlo, parirlo y lactarlo»; en tanto que «el hombre, por el contrario, cumple esta función de un modo fugaz».

Él explica esta conducta masculina con dos símiles. Uno es el de «el farolero que toca la boquilla del gas con su pértiga y desaparece dejando la llama encendida»; otro es lo que él llama el «donjuanismo zoológico» del gallo, que «olvida a la gallina inmóvil sobre sus huevos, delegando su cuidado y alimentación al mozo del corral, mientras él se contonea entre las demás hembras del harén».

En palabras de Marañón, que él atribuye a la Biblia: «Tú, hombre, trabajarás; tú, mujer, parirás». En cuanto a estilo, no sé, pero en cuanto a pensamiento, ciertamente un primor.

El problema no son tanto las tonterías que diga ésta o aquélla insigne lumbrera, sino que la lumbrera insigne las dice porque todo mundo las cree. Se trata de un dogma, una coraza social invisible que nos constriñe en algún grado, nos guste o no nos guste.

Como señala la psicoanalista Christiane Olivier, a cada cual se le encierra en un estereotipo terrible: «el hombre desempeña su papel de hombre por temor a ser asimilado a una mujer», y «la mujer desempeña su papel de mujer por miedo a ser asimilada a nada». Pero, sobre todo, lo desempeña presionada por una gigantesca propaganda ejercida desde todas las áreas de la cultura.

A principios del siglo XX nos dijo el filósofo, médico y teólogo Moebius, que «la hembra humana debe ser ante todo madre». «No sólo debe parir los hijos, sino también cuidarlos, porque éstos, al contrario de lo que acontece con los animales recién nacidos, tienen necesidad de ser atendidos durante muchos años»; en consecuencia, «la naturaleza exige de la mujer amor y abnegación maternales».

Esta última frase la destacó él mismo. Destacó también la necesidad de limitar en las mujeres «la fuerza y la búsqueda de nuevos horizontes, la fantasía y la sed de nuevos conocimientos», todo lo cual sólo serviría para «inquietarlas» y «transformar sus obligaciones maternales».

De todos modos, según Moebius, la naturaleza sólo les ha proporcionado «pequeñas dosis de esas cualidades», con lo cual todas esas limitaciones estarían de más si Moebius en verdad se creyera lo que afirma.

Mucho antes que él habló Tomás de Aquino, cuyas ideas en este punto, como santo y como gran pensador teológico, han cargado plomo sobre las vidas de las mujeres. Según sus palabras, «tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a la hembra como compañera del hombre; pero como compañera en la única tarea de la procreación, ya que para el resto el hombre encontrará ayudantes más válidos en otros hombres».

Aquí el destacado es mío. Haga una pausa, medite y saque sus propias conclusiones. O rece para que el mismo santo Tomás le ayude a entender.

El notable autor de la Summa Theológica era católico y medieval: poco se podía esperar de él al respecto. Pero luego vinieron otros hombres, laicos y muy posteriores, que repitieron el cuento casi a la letra. En este asunto cualquier desacuerdo se diluye en bien del acuerdo que de verdad importa: el del orden patriarcal, que al fin todos son lobos de una misma camada.

Por eso Kant aseguró que «la finalidad de la naturaleza al formar el carácter femenino» es la de «reproducir la especie» y «el buen gusto»; por eso declaró Nietzche que «todo es enigmático en la mujer y todo enigma de la mujer tiene una respuesta: tener un hijo»; por eso Herbert Spencer conjeturó que el desarrollo intelectual «parece hostil a la fecundidad», sobre todo en la mujer, en la cual «la maternidad normalmente produce una disminución de la actividad intelectual».

Esta idea spenceriana tuvo gran acogida. De inmediato surgieron algunas voces aterrorizadas exigiendo que se impidiera el desarrollo intelectual de las mujeres en bien de la especie. Un biólogo español hasta llegó a afirmar que educarlas era «un crimen antropológico».

Esas son, a modo de ejemplo, unas poquísimas de entre el fárrago de voces agrias, imperiosas y amenazantes que a simple vista parecen afincadas en el saber, aunque en realidad sólo se afincan en el miedo. Les da terror que las subordinadas puedan rebelarse y romper el cerco que las oprime.

Opuesto sólo en la forma, aunque de fondo idéntico, hay un discurso paralelo que no apela a la amenaza ni a la ciencia ni a la filosofía ni a la conminación, sino a los versos, el sentimentalismo y el devoto homenaje, tal como se escucha y se lee profusamente en las cercanías del Día de las Madres. En él, la madre es la anciana «adorada», «infeliz» y «bendecida», a la que canta Guillermo Aguirrey Fierro en El brindis del bohemio.

La madre es la única que sabe amar y esperar, según la describe José Trajano Mera en Dos amores; la que está dispuesta a acudir «muerta o viva» a socorrer al hijo que sufre en Consejo materno,de Olegario V. Andrade; y la que puede llegar a increíbles alturas de masoquismo, como en los versos de Lorenzo Batrina: un hijo le arranca a su viejita el corazón para llevárselo a la amada como presea y, al tropezar y caer, el corazón le pregunta, solícito, si se ha hecho daño.

Como contraste, los mismos versos que exaltan a la madre difaman a la novia y a la amante, siempre bella, hechicera, ingrata, trivial, artificiosa y egoísta.

Es tal la cantidad de viejecitas que lloran y sufren en rima por sus ingratos hijos que una se ve tentada a preguntarse por qué, aunque ya tienen causa suficiente con lo malo de los versos.

A riesgo de estropear el efecto emocional de las historias de Batrina y compañía, me atrevería a proponer una respuesta. Las viejecitas de las poesías lloran principalmente por tres razones: porque al creerse historias como el del gallo donjuán jugaron un poco a la gallina, convirtiéndose en colaboracionistas del mismo régimen que las sacrificó.

Lloran porque sus hijos poetas no acaban de entender que las amantes perversas y las madres santas son las mismas mujeres con diferente edad; y porque al final de su vida han llegado a la conclusión de que en una cultura en la que recibieron a cuentagotas y se les exigió ser negadas, ser la madre no es tan padre, digan lo que digan los anunciantes de lavadoras y ollas arroceras.

*Escritora costarricense.

05/YC/YT

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