Inicio Una mujer en plenitud: ¡ser feliz sin sentirme culpable!

Una mujer en plenitud: ¡ser feliz sin sentirme culpable!

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«El sabio: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahúma. Un espejo horadado, un espejo agujereado por ambos lados. Suya es la tinta negra y roja, de él son los códices. Él mismo es escritura y sabiduría. Es camino, guía veraz para otros. Conduce a las personas y a las cosas, es guía en los negocios humanos… sigue la verdad, no deja de amonestar, hace sabios los rostros ajenos». (Fragmento del Códice Matritense)

Había llegado con el doctor Ortiz, terapeuta psicocorporal, en agosto de 1997. Tenía siete meses con mi cuello chueco, había visto a muchos doctores sin resultado. Finalmente me dijeron que era un trastorno psicosomático.

El doctor Ortiz empezó a aplicarme ejercicios frente al espejo, que le hablara a mi cuerpo. La primera vez lo insulté, le grité muchas groserías, le dije que no lo quería, que me daba asco. Salió también que odiaba mi cuello chueco. Pero cuando él preguntaba qué tenía atorado (¿escondido?) allí, era incapaz de decir nada…

Uno de mis problemas era la depresión, una depresión aguda. Pero no quería darme cuenta. Él dijo que la depresión es ira reprimida y tristeza reprimida, que había que sacarlas.

Las primeras sesiones fueron muy desconcertantes. Se me hizo absurdo darle de golpes a un cojín o a la pared, pero lo intenté. Luego me asusté mucho porque empezó a salir toda mi rabia. Gritaba, golpeaba, forcejeaba con una fuerza impresionante. Yo no me conocía enojada, realmente enojada. Nunca me daba permiso de expresar mi ira…

Otras veces trabajábamos la tristeza. Hubo una sesión que lloré, gemí desde lo profundo y mis lágrimas eran un torrente imparable. El vientre, todo mi cuerpo estaba llorando. Jamás había llorado así, pero al terminar ¡me sentí tan liberada!

El doctor Ortiz dijo que comprara un cuaderno nuevo, lo forrara como si yo fuera una niña, con colores e imágenes significativas, y que en ese cuaderno escribiera todo lo que no cabía en ningún lado. El ejercicio me ayudó mucho. Otro día me puso en posición fetal, enconchada, y en la grabadora puso música hindú, de una flauta. Me dijo que me imaginara que era una serpiente dormida en un canasto, y que iba respondiendo poco a poco, con movimientos, a la música del encantador de serpientes. Me hizo salir del canasto….

En el consultorio, sobre la gruesa alfombra y junto a los afelpados cojines, empecé el proceso de hacer contacto con mis sentimientos. El doctor Ortiz ordenaba ejercicios que ponían en movimiento algunos músculos. Luego me acostaba en el piso con los ojos cerrados y le oía decir: «Escucha a tu cuerpo», pero yo no escuchaba nada. «¿Qué sentiste?», pero yo no sentía nada.

Posteriormente empecé a registrar algunas cosas: dolor, cansancio, tranquilidad, ganas de llorar, etc. Pero pasó muchísimo tiempo antes de que pudiera sentir placer. ¡Cómo fue difícil reconocer que puedo sentir placer! (menos aún disfrutarlo). Como que lo tenía prohibido…

Paralelamente al proceso con el cuerpo —o como producto del mismo— comencé a advertir lo reprimida que estaba como mujer. Y el gran descubrimiento vino después: ¡Soy una mujer sensual! No soy tranquila y buenita como me ven, como me han enseñado a ser. ¡Al contrario! Mi parte puta es un volcán, un torrente. Soy muy cachonda… y soy bien mula. Entonces llegué a una conclusión: Soy así, pero me han obligado a ser lo contrario; soy roja, pero me han —me he— pintado de gris.

No fue nada fácil el asunto, era abrir brecha en esquemas súper rígidos sostenidos desde la infancia y reforzados en el tiempo que pasé con las religiosas. (¡Y lo que falta por andar!). Pero empecé a cuestionarme y a atar cabos sobre el juego de palabras que me inquietaba, las que me dijo el doctor Ortiz antes de empezar el tratamiento: chueca/buena; derecha/mentirosa.

Lo primero fue descubrir la rigidez de la educación de mi padre y madre: Yo tenía que ser la buena hija, la buena estudiante, la buena hermana (soy la mayor), la buena catequista… y de repente advertí que en realidad no soy así, que no me gusta ser así.

Entonces el ser la buenita era una máscara: buena ante los demás, pero chueca conmigo misma porque negaba mis impulsos, mis afectos, mis aspiraciones. Y el mantener esa imagen impecable era una lucha interna súper desgastante.

Era estar respondiendo, como un actor de teatro, a las exigencias del papel, en este caso a todos los condicionamientos familiares, sociales y de la iglesia que, llevados al extremo, me acarreaban una culpabilidad enorme si no hacía las cosas como se debe.

Y ahí estaba la raíz de mi cuello chueco: la culpa y el miedo me paralizaban. No me perdonaba, por ejemplo, haberle sido infiel a mi noviecito bueno con José Alberto, con alguien prohibido. Mi cuello chueco era una manera de castigarme por haber sido niña mala.

Ahora el reto era (¡es!) ser una derecha-mentirosa, en el sentido de atreverme a ver mi imagen en el espejo, preguntarme qué quiero y ser capaz de cumplir mis expectativas, no las de otros sobre mí. Auténtica conmigo, mentirosa con los demás. En otras palabras: SER CAPAZ DE SER FELIZ SIN SENTIRME CULPABLE.

Después de siete meses de terapia con el doctor Ortiz, mi cuello se enderezó en un 90 por ciento. Ayudó que entré a un grupo de danza y empecé a tomar contacto con mi cuerpo. Descubrí que a mis 31 años era una mujer en plenitud y tenía muchas ganas de vivir y también de tener relaciones sexuales. Faltaba con quién.

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia. Fragmento del texto «Entre mi máscara y mi espejo», publicado bajo en pseudónimo de «Alicia III», en Mujeres Latinoamericanas. Religión, Espiritualidad, Pecado, Cuerpo y Sexualidad». Documentación y Estudios de Mujeres, AC (DEMAC), México, 2001.

07/C/GG

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