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Ventanas de luz

Por Cuicuizcatl (golondrina viajera)*

«…entonces conocerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Biblia Latinoamericana. Juan 8,32)

México, DF, 6 dic 07 (CIMAC).- Desde hace 10 meses tenía una escoliosis en el cuello, andaba con collarín. Había visto a ocho doctores sin éxito, todo era emocional. En el hospital, los psiquiatras me cambiaban de medicina y yo no mejoraba.

Un día, un señor amigo de la familia, Rafael Herrera, me dijo: «¡Aquí está tu solución! Es un taller que se llama Volver a la niñez, sales como nueva». Lo que no entendí fue por qué Rafael me hablaba de un padre autoritario y de una niña herida si yo lo que tenía mal era el cuello, no mis recuerdos infantiles.

En el taller conocí al doctor Ortiz, un hombre de mirada penetrante, voz gruesa y profunda, era el coordinador. Allí me di cuenta de que realmente tenía problemas con mi padre, a quien califiqué como El rey de Bastos, pero… el taller terminó y el cuello no se me enderezó. Le fui a reclamar a Rafael: «Tú me prometiste que en el taller me iba a curar y no fue así». Se puso serio y me dijo: «Reclámale al doctor Ortiz».

Llegué a la universidad, al lugar en donde el doctor Ortiz daba clase, lo esperé afuera. Lo ví cuando iba rumbo al estacionamiento con otras personas, era de noche y caminaba rápido.

Le pregunté: «¿Qué pasa conmigo y con mi cuello?». Se paró un momento y me dijo con firmeza: «La cosa tiene que salir como entró. Tú decides. Ya sabes cómo eres. No puedes ser peor. Tú dices qué prefieres: ¿ser una chueca buena o una derecha mentirosa?». Se fue, lo estaban esperando, y yo me quedé parada a mitad del estacionamiento. No entendí –o no quise entender– lo que había escuchado. Empecé a llorar mientras caminaba. Al día siguiente, amanecí con gastritis.

Sentía que no podía elegir ninguna de sus opciones y esa disyuntiva era cada vez más angustiante. «Por supuesto que quiero ser una ‘derecha’… pero no mentirosa. ¿Qué quiere decir aquello de que la cosa tiene que salir como entró? ¿Significa tener relaciones sexuales con José Alberto? Ya no se puede…» Acabé diciéndome: «Quién sabe qué sea eso; vamos a buscarle por otro lado». Siempre fue más fácil hacerme la víctima que afrontar el valor de mis propias decisiones.

Pero después de mucho peregrinar sin éxito con otros médicos, acabé en el consultorio del doctor Ortiz, terapeuta psicocorporal que trabaja cuestiones de bioenergética. «Aquí, conmigo, te vas a curar, te lo aseguro. Lo que no te puedo decir es cuándo», me dijo. «¿Por qué?», pregunté. «Porque eso depende de ti, de tu proceso», fue su respuesta.

Inicié terapia con él. Yo tenía un torrente de preguntas, pero me sorprendió que no me contestara ninguna. Sólo interrumpió mi discurso y, tajante, expresó: Aquí no se trata de entender nada, sino de sentir.

– ¿Sentir qué?, le dije.

– Sentirte a ti misma, respondió.

Empezamos ejercicios muy fuertes.

La primera sorpresa fue cuando comenzó a salir tanto coraje y tanta tristeza reprimidas. (¡Jamás imaginé que guardara todo eso!). Mi cuello chueco era en parte depresión, una depresión muy profunda que siempre negué. La segunda al empezar a aflorar la mujer que soy. ¡Cómo costó (¡y cuesta!) trabajo contactar a esa mujer que palpita bajo mis kilos y kilos de sobrepeso!

Existía un gran desfasamiento entre mi edad cronológica –30 años entonces– y mi edad afectiva –cerca de la preadolescencia–, nunca me había despegado de las faldas de mami, del control de papá. Enconchada en la familia, al margen del relajo en las fiestas, con gran dificultad para relacionarme con chavos de mi edad –no así con hombres mayores, en los que buscaba un papá sustituto–, protegida por un caparazón impresionante de grasa vivía ignorando mis sentimientos y necesidades más profundas.

La primera movida de tapete fue cuando el doctor Ortiz preguntó un día: «¿Y por qué no tienes relaciones sexuales?».

La sola idea de una relación sexual era una irrupción violentísima en mi esquema –hecho ley y vida– de «la niña buena-hija de papá». ¡Imposible! Aunque aceptara la posibilidad, mi discurso era: «Quiero… pero no puedo». De repente se volteó el asunto y me hacen ver que el discurso real es: «Puedo… pero no quiero».

Eso fue un choque tan fuerte que no lo pude soportar. ¡Por supuesto que no lo acepté! Además, ¿para qué tener relaciones y buscarme problemas? ¡Así estaba tan bien, tan tranquila! Era mucho más fácil hacerme tonta y llenar los huecos con comida. Pero por ahí había quedado el gusanito (¿O el potro salvaje, reclamando sus derechos?)

Este potro salvaje tuvo su historia.

El doctor Ortiz me dijo un día que buscara un animal para representar mi sexualidad, le pusiera nombre y dialogara con él. Así surgió Salvaje. Un potro negro, indomable, que me reclamaba por tenerlo encerrado, siendo que deseaba correr libremente por la pradera. Cada vez que intentaba contactarlo me atoraba en mi miedo y lloraba mucho. Pero la idea de que yo tenía un potro brioso escondido en algún lado comenzó a inquietarme.

Empecé a advertir lo reprimida que estaba como mujer, siempre negando mi sexualidad. Y que eso, mucho de eso, tenía su historia en el tiempo que estuve con las religiosas.

Una de las razones por las que entré al noviciado fue huir de mi propia sexualidad. Los hombres me daban miedo, una relación de pareja me aterraba. El doctor Ortiz fue claro cuando dijo: «El problema contigo es que al mismo tiempo que aprietas el acelerador, aprietas el freno. Y el pobre carro se colapsa».

Durante el tiempo de terapia con él mi cuello empezó a mejorar. Comencé a estar derechita a ratos, cuando hacía actividades muy placenteras, como cantar y bailar. Me ayudó a salir de la depresión y a ver la vida con otros ojos…

* Autobiografía de una mujer en su búsqueda por una vida libre de violencia. Fragmento del texto Entre mi máscara y mi espejo, publicado bajo en pseudónimo de Alicia III, en Mujeres Latinoamericanas. Religión, Espiritualidad, Pecado, Cuerpo y Sexualidad». Documentación y Estudios de Mujeres, AC (DEMAC), México, 2001.

07/C/CV

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