El Centro Cultural San Martín, ubicado en pleno centro porteño, no es un lugar cualquiera. Fue el símbolo del renacer cultural tras la dictadura militar, y hoy, con sus actividades gratuitas, representa la resistencia de quienes pese a la crisis económica defienden la cultura como parte de su identidad.
Hoy al mediodía, en la mitad de la primera jornada de debates, los centenares de mujeres que inauguraron el Foro Internacional de Mujeres contra la Corrupción rodearon el Centro Cultural con un abrazo en el que se mezclaron los idiomas y se unificaron las manos, enlazadas, expresando una misma e idéntica vocación: seguir peleando.
Por la mañana, en un discurso inaugural cargado de ideas, la coordinadora general del Foro, Monique Altschul, definió el espíritu que más tarde tomó cuerpo en los apasionantes primeros debates:
«No aceptamos el mandato de ser más buenas y más puras que los varones, porque no somos todas fieles como Penélope, ni madres ejemplares como Andrómaca, ni santas como María, ni arrepentidas como Magdalena, ni rebeldes como Lilith».
Estaba claro: las mujeres de todo el mundo que habían llegado a Buenos Aires para hablar de la corrupción no iban a poner el problema en el otro, sino más bien a aportar otra mirada sobre este fenómeno que corroe países enteros y que involucra a mujeres y hombres.
Lo cierto es que surgió esa mirada, y surgió muy rápido. Tres salas abrieron simultáneamente sus puertas para dar lugar a sendos paneles en los que se debatieron, en el primero, «La desinformación como una forma de corrupción»; en el segundo, «El tráfico de dominicanas a la Argentina»; y en el tercero, «Mala praxis, política y gobernabilidad».
La «mala praxis» es una noción arrastrada de las ciencias médicas, y era atractivo averiguar qué suponía esa noción superpuesta a la política. Allí el panel era argentino. Expusieron ideas la diputada Graciela Ocaña, de Alternativa por una República de Iguales (ARI), quien ha trabajado largamente en varias investigaciones como la del lavado de dinero; Dora Barrancos, una historiadora y socióloga feminista de extensa trayectoria, y Diana Maffía, filósofa y defensora adjunta del Pueblo de Buenos Aires.
También la politóloga Lilia Puig de Stubrin, legisladora desde diciembre último, quien llevó a la superficie un tema inexplorado: habló críticamente de la aptitud teórica y formal de las y los legisladores, casi todos ellos abogados, para cuestionar no los reglamentos del Congreso sino su operatividad y su autonomía.
Se preguntó, tomando en cuenta que esa mayoría de hombres y mujeres electos para ocupar sus bancas proviene del derecho, qué es el estado para el derecho, y su conclusión, muy sintetizada, fue que las universidades deberían hacerse cargo de estos debates mientras se renueva la procedencia académica de los legisladores y éstos amplían sus perspectivas para pensar cómo transformar el Congreso en algo más que una presa codiciada por todo tipo de lobbies.
La exposición conjunta de Dora Barrancos y Diana Maffía fue excepcional. «Mala praxis» en política, dijeron, equivale a un estado o funcionarios que actúan por ausencia o negligencia. Dieron ejemplos concretos. El más gráfico: en Buenos Aires existe una ley de salud reproductiva (la ponencia fue salpicada por una excelente noticia: hoy se aprobó la misma ley a nivel nacional), pero el monitoreo hecho desde la Defensoría del Pueblo constató que esa ley no ha cambiado la realidad.
Hay incluso hospitales públicos en los que a las mujeres, para ligarles las trompas, les piden la autorización firmada por sus «maridos, novios o amigos». Es decir: pelear por una ley es legítimo y necesario, pero también hay corrupción cuando las leyes están y los funcionarios no se toman el trabajo de aplicarlas.
Argentina, en fin, está plagada de mala praxis política: ver este problema bajo la lupa de la corrupción ayuda a entender que la negligencia no es inocente ni banal: es una forma sutil y naturalizada de corrupción.
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