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Ante el abismo

Por Lucía Melgar Palacios
CIMACFoto: Hazel Zamora Mendieta

No es una cisterna, un tinaco, una fosa. Es un abismo el que se abre ante nosotras, nosotros, cuando miramos el estado del sistema de justicia en este México desgarrado. Como en el centro de la novela 2666 de Bolaño, ahí se van acumulando nombres, cuerpos, vidas de mujeres y niñas, destrozadas por la violencia, la incapacidad y corrupción del sistema judicial y la indiferencia de una sociedad que se ha ido acostumbrando a sobre-vivir en la inseguridad y el miedo.

Si bien la indiferencia social se va diluyendo a medida que la mancha de sangre y los agujeros de la muerte y la desaparición se expanden, y es más patente la a-normalidad de vivir en la incertidumbre y la angustia – entre Alertas Ámber, fichas de búsqueda, nuevas fosas clandestinas allá y aquí, persisten discursos misóginos que se ceban en las víctimas, culpan a sus familias y amigas, se mofan del dolor ajeno, y se hacen cómplices de una criminalidad desbordada.

La misoginia social forma parte de la insostenible violencia contra las mujeres pero no es causa única ni, tal vez, principal. La responsabilidad suprema por la degradación de la vida social, para mujeres y hombres, recae en las autoridades, pasadas y presentes, que han dejado crecer la violencia impune, y prefieren «administrar» la violencia. Ante la hidra, mantienen actitudes irresponsables, omisas, estúpidas incluso, y se atreven a repetir «explicaciones» sin sentido: «se cayó», «se suicidó», » se fue con el novio», «no se reportó con sus padres», y demás aberraciones que hemos oído y leído desde los años 90, cuando el procurador y el gobernador de Chihuahua predicaban que los padres debían «cuidar a sus hijas»,  que «quien sale cuando llueve se moja», para achacar la responsabilidad  de los riesgos existentes a las víctimas, y  minimizar el feminicidio en Ciudad Juárez.

Si entonces esas «explicaciones» eran inaceptables, hoy mueven a escándalo. En Nuevo León, Ciudad de México o cualquier estado, las autoridades deben asumir su responsabilidad: garantizar la seguridad pública y la justicia. Si el Estado juega al olvido, nosotras no olvidamos. Recordamos las denuncias de madres y padres contra autoridades que no levantan la denuncia enseguida, que no inician la búsqueda de inmediato, que hacen mal el levantamiento del cuerpo, que manipulan las necropsias, que pierden pruebas o el expediente completo, que dilatan el proceso para cansar a las familias o las amenazan; que, en vez de identificar, detener y castigar a los criminales (a veces encontrados por las propias madres), fabrican chivos expiatorios – que luego pueden aparecer «suicidados» en la cárcel.

Recordamos también que, ante esta cadena de omisiones y colusiones, la academia, la sociedad y organismos internacionales han hecho recomendaciones al Estado para que cumpla con su obligación de garantizar la vida y la seguridad de mujeres y niñas.

Las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) por el caso Campo Algodonero o Mujeres de Atenco señalan con claridad que el Estado negligente es responsable del feminicidio y de la violencia contra las mujeres. No puede argüir desconocimiento ni incapacidad. Tiene que crear las condiciones institucionales y sociales para prevenir, sancionar y reparar el daño.

Nuestra Constitución misma impone al Estado, a cualquier gobierno, la obligación de garantizar nuestros derechos a la vida, la libertad, el libre tránsito, tan vulnerados hoy. Al Estado le toca cuidarnos, no darnos consejos y advertencias con que pretenden privatizar las culpas por muertes y desapariciones.

Para no seguir llorando vidas devoradas por el abismo de la violencia sin fin, desde la sociedad tenemos que luchar contra el desánimo, dejar la indiferencia, solidarizarnos para exigir a los gobiernos de todos colores un cambio real. De nada sirve crear cuerpos especiales para «atender» las desapariciones o el feminicidio, o declarar nuevas «Alertas de Género» si no se destituye a fiscales, secretarios de seguridad, Ministerios Públicos, policías, jueces corrompidos o ineptos, que toleran o protegen a criminales (organizados o no); si, en vez de sancionar, se premia a quienes fomentan la impunidad y la injusticia.

De nada sirven las «lamentaciones» oficiales si las prioridades, federales y locales, están en otros asuntos; si no se destinan recursos a la prevención y sanción; si no se colabora con ONG o consejos ciudadanos, ni se fortalecen las redes de apoyo que, mal que bien, favorecen la búsqueda colectiva de soluciones.

Reconstruir desde cero el sistema de justicia es quizá imposible.  Mantener la actual maquinaria de impunidad y violencia es sin duda insostenible.  

22/LMP/LGL

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