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Cien mil …

Por Lucía Melgar Palacios

Cien mil, por lo menos. Cien mil personas desaparecidas. Paradero desconocido. Cien mil agujeros de ausencia, clavados en el corazón de las familias. Familias que denuncian, buscan, demandan apoyo del gobierno para encontrarlas. Familias que siguen buscando mientras las autoridades (es un decir) dejan en el olvido los expedientes (si es que los abren) o los pierden. En una fotografía veríamos pilas y pilas de papeles que se van cubriendo de polvo. Archivo muerto, arrumbado.

En Argentina, treinta mil «ni vivos ni muertos», decían. En Chile, al menos dos mil detenidos desaparecidos. Bajo dictaduras militares que gobernaron por el terror: terror de los torturados que pudieron volver al mundo de los vivos tras el infierno de la tortura; terror de los que no volvieron nunca o aparecieron años después en alguna fosa clandestina. Vacíos que ninguna «justicia» podrá llenar. Vacíos que sólo la verdad podría aclarar, algún día.

En México, sin dictadura, donde se vive en democracia y se «gobierna para el pueblo» (es un decir), se acumulan desapariciones forzadas, a manos de fuerzas armadas que deberían protegernos; a manos del crimen organizado, toleradas por el Estado o negadas por él; desapariciones a manos de bandas o individuos criminales que apuestan por la ineficacia, dejadez de funcionarios indiferentes, cansados, rebasados, cómplices.

¿Cómo se vive después de la desaparición de un ser querido? ¿Cómo se soportan días y meses y años de búsqueda a contracorriente? Años y años de ir y venir por oficinas burocratizadas, años de indagar por todas partes, años de ubicar fosas clandestinas, días y días haciendo o supervisando ellas mismas, madres y familiares, el trabajo de recolección de fragmentos óseos y ubicación de equipos especializados en identificar restos humanos. Días y días supervisando la exhumación de cadáveres que, a veces casi a fuerza, hace alguna «autoridad». En un luto sin duelo, entre la rabia y la desesperación, la esperanza y la desesperanza.

Según un reporte reciente, las familias que así han tenido que pasar sus días acaban por enfermarse: hipertensión, diabetes, depresión, ansiedad, cáncer. Nos recuerdan a las familias de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, por ejemplo, donde algunos padres murieron de cáncer, por frustración, sentimiento de impotencia, angustia corrosiva.

Muchas resisten, pese a todo. Con o sin enfermedad siguen adelante. Como Marisela Escobedo y tantas otras mujeres y familiares que perdieron la vida o la salud en busca de sus hijas asesinadas, mujeres y familias resisten en colectivo contra la adversidad, la incertidumbre, el paso del tiempo, en busca de sus seres desaparecidos. Madres rastreadoras, buscadoras, organizadas en núcleos que se dan y dan esperanza en un país de fosas (se dice pronto). Aplaudimos su resiliencia. Son un ejemplo de resistencia, solidaridad y lucha contra la muerte, la degradación, el olvido. «Si no te busco yo, ¿quién te buscará?», pregunta Ceci Flores, madre buscadora de Sonora.

Ni el horror ante el vacío que dejan cien mil personas (que no se tragó la tierra pero no están más con los suyos), la admiración por sus familiares han bastado, sin embargo, para encender una indignación

colectiva tal que exija, con ellas, y obligue al Estado a asumir su obligación de proteger la vida y la libertad; y demande al Ejecutivo que reciba a las madres y las escuche, con atención y respeto, y actúe.

Cien mil vidas truncadas. ¿Cuántas más?

Las desapariciones no se dan sólo en zonas de conflicto tomadas por el crimen organizado. En Iztapalapa desaparecen jóvenes universitarias, como Mariela Vanessa hace cuatro años. En Valle de Bravo desaparecen niñas y adolescentes al salir de la escuela, las familias denuncian, las autoridades lo saben, mandan algún policía unos días y luego cierran los ojos. ¿Qué pasa?

La obligación de prevenir corresponde al Estado; la obligación de investigar y castigar también. A nosotros, ciudadanía, nos toca preguntarnos si podemos seguir viviendo en un país donde, día a día, el agujero negro del mal devora vidas humanas, y alzar la voz.

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