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Caminar la ciudad no es un lujo

Por Lucía Melgar Palacios

Mueren las palmas pero plantaron un ahuehuete. Se construyen inmensos conjuntos inmobiliarios sin contar con vías de acceso ni infraestructura hidráulica suficientes, se multiplican las cadenas de tiendas que acaban con el pequeño comercio local, se subsidia la gasolina sin mejorar el transporte público, se toleran altos niveles de contaminación y ruido sin preocuparse por sus nefastos efectos en la salud. Se derriban árboles frondosos y se siembran “organismos arbóreos” cuyo crecimiento nadie garantiza.

Eso sí, se promueve la bicicleta y se invita a la ciudadanía a hacer ejercicio. No importa si 65 por ciento del año la contaminación del aire daña nuestra salud y no tenemos ni la mitad de áreas verdes necesarias según la OMS. Tampoco importa si las banquetas parecen campos minados y no se ha concretado la supuesta intención inclusiva que implicaría construir rampas para sillas de ruedas o el paso de personas con problemas de movilidad. Abandonada por autoridades que despilfarran recursos y, desde hace sexenios, maquillan los mismos problemas con acciones desconectadas y propaganda engañosa, la Ciudad de México es una urbe hostil.

Las ciudades son entes vivos, espacios habitados por diversidad de personas que en ellas hacen su vida en condiciones contrastantes, para muchas precarias. Nuestra capital, un monstruo por su tamaño, su desigualdad y sus problemas de infraestructura (vivienda, agua, salud, transporte), enfrenta hoy el reto de la inseguridad creciente, que las autoridades de cualquier color niegan o buscan esconder.

Los medios y la opinión pública han señalado muchas de estas deficiencias sin que gobiernos locales o central nos den una respuesta integral constructiva. Así persiste la especulación inmobiliaria, acompañada de despojo y daños ambientales; crece la presencia del crimen organizado en  diversas delegaciones ante autoridades negligentes; se ignoran los efectos nefastos de la quema de combustóleo en la salud de la metrópoli; continúa la degradación del metro, sin elevadores, sin escaleras eléctricas funcionales, con pasillos saturados de puestos, retrasos e inundaciones, a costa de la seguridad y tiempo de 4.6 millones de personas al día; se tolera la contaminación y desorden de autobuses y micros que  “echan carreras” entre sí y someten a millones más a viajar hacinados.

El deterioro más evidenciado de aire, agua, seguridad, transporte y salud ha opacado otras degradaciones del espacio público que también inciden en la calidad de vida y en las posibilidades de sociabilidad en nuestra capital.  El exceso de ruido, documentado entre otras por Jimena de Gortari, quien ha advertido sobre los daños de esta contaminación a la salud física y mental de todos, es una de las características de una macro-urbe descuidada por la propia ciudadanía y por quienes deberían favorecer una convivencia respetuosa. Antros, fiestas privadas, tiendas con bocinas externas, patrullas… impiden el descanso nocturno, la concentración en la escuela y el trabajo, la simple necesidad del silencio.

Los problemas del transporte público y privado también han opacado los obstáculos que enfrentan quienes caminan de su casa a la escuela, el trabajo o el mercado, o cruzan calles y avenidas. Ser peatón en la Ciudad de México es un peligro. Los conductores de vehículos se creen dueños únicos de las calles, los cruces están mal regulados, el reglamento de tránsito es un papel mojado. Si hay que ser osada para atravesar ante un río de autos, también hay que cuidarse en las aceras mismas. Rotas, desniveladas, minadas de tubos a medio cortar, escalones inesperados, o tomadas por puestos callejeros que limitan el paso, las banquetas son evidencia cotidiana del descuido de la ciudad.

Caminar, por necesidad o placer, no es un lujo ni una actividad despreciable. Ir a pie favorece al medio ambiente y la salud. Pasear permite conocer y apreciar la ciudad, con-vivir con personas distintas, conocer la realidad cotidiana de millones. Si las autoridades locales en verdad pretenden mejorar nuestra vida, bien podrían salir de su burbuja y, anónimas, aventurarse a pie, oír, respirar, mirar nuestras calles. Ojalá no se tropiecen ni sufran otros percances.

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