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El Señor Pueblo en su espejismo                              

Por Lucía Melgar Palacios

El sábado pasado, 1o. de julio, hacia el final de su discurso celebratorio, plagado de falacias y elusiones, el jefe Supremo se invistió de inquisidor y líder espiritual para atacar al fantasma del “supremo poder conservador”, encarnado en un solo ciudadano y transmutar a la masa de oyentes en el personaje que, a conveniencia, el poder reviste de gala y encumbra, siempre y cuando se mantenga a su vera y aplauda cuando le corresponda: el Pueblo. 

Como de costumbre, al elogio de éste corresponde la denostación de cualquiera que no se una al aplauso y no se reconozca en el espejo que le ofrece el Líder ¡Ay, de quien ose alzar la voz para señalar fallas y mentiras o se atreva a recordar datos negativos, promesas no cumplidas o, simplemente, a decir las dificultades y horrores que vive en su comunidad, en su barrio o en su casa! Ése será señalado como “conservador” o “corrupto”; ésa será señalada como comparsa del neoliberalismo o descendiente de colonizadores.

Si bien la retórica presidencial se ha caracterizado por el maniqueísmo y la expulsión de los “adversarios” al limbo o al basurero de la historia, el discurso de este acto autocelebratorio denota un afán desaforado de autobombo y negación de la realidad que,  a un año de las elecciones, es riesgoso e intolerable. 

Más allá de las falacias y malabarismos habituales – que no vale la pena repetir aquí– no reconocer siquiera los excesos de agentes de las fuerzas armadas, cuyo “apoyo” agradece y afirma que no hay militarización sino “pueblo uniformado”, es ignorar el peligro de dejar impunes ejecuciones como la de Nuevo Laredo, de seguir cediendo, sin rendición de cuentas, espacios de poder y dinero a los militares, cuya presencia en calles y campos no ha disminuido la violencia criminal.

Atacar, por otra parte, a la oposición ciudadana y partidista, configurándola como ente monolítico sometido a un solo ciudadano, con nombre y apellido en plena plaza pública, demuestra una visión de la ciudadanía como masa uniforme y sometida, sin pensamiento ni capacidad de acción propia y pone en  peligro a ese ciudadano (sea quien sea) convertido en representante de la “Reacción”. 

Tras el elogio del “pueblo uniformado” y la evocación decimonónica de los enemigos de la Patria, no podía faltar la invocación al Pueblo que, esta vez, alcanzó un clímax inusitado en que se fusionaron Pueblo, movimiento, gobierno y Suprema Persona.    

Ante la plaza, sus seguidores, funcionarios y no-precandidatos, mediante una serie de preguntas retóricas, el Líder configuró al Pueblo como “nuestro mejor aliado”, por quien “estamos aquí”, a quien “hay que servir primero”, con quien “transformar”, en  quien confiar, quien “nos protege”. Hasta aquí revivió la añeja retórica que justifica las decisiones del gobierno “emanado del pueblo” que “se debe al pueblo”. Luego, pasó a identificarse  (y a identificar a sus funcionarios/as) con éste: “¿Qué somos?” – “Pueblo” y  a agradecerle: “Gracias, pueblo”. Así, no solo se subió al pedestal erigido al “Pueblo”, también se agradeció a sí mismo (y a su séquito).

Por más acostumbradas que estemos a la demagogia presidencial, a la negación del dominio criminal que padecen millones de personas, a la justificación de escándalos de corrupción, a la trivialización de masacres y secuestros, a la negación de feminicidios y desapariciones, la indiferencia del presidente ante la violencia, la precariedad y el dolor de familias y comunidades heridas por asesinatos, desaparición y feminicidio (la sociedad que él no ve), su rechazo a los procesos democráticos, sus ataques a la Suprema Corte y su afán de poder ilimitado han alcanzado extremos insólitos de insensibilidad y cinismo. 

 ¿Qué hacer hoy como sociedad plural y diversa, marcada por desigualdades injustificables,  desencuentros y hasta imposibilidad de diálogo? Quizá empezar por reconocernos como parte de un todo contradictorio, golpeado; señalar los errores y hacer autocrítica; rechazar toda discriminación; dialogar desde el respeto; trabajar cada día por un país sin violencia y con justicia (en los hechos); no caer en la desidia ni en la desesperación ante el desastre. 

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