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Estado de excepción-indefensión

Por Lucía Melgar Palacios

A nueve años de los actos de barbarie en Iguala, los padres y madres de los normalistas desaparecidos siguen esperando justicia.La reclamaron esta semana en un plantón frente al Campo Militar no. 1 y en la marcha del martes. Como en ocasiones anteriores han recibido nuevas ofensas, con el agravante de que el GIEI ya no está y la Comisión de la Verdad oficial no les da confianza. 

Los agravios a este colectivo por dos gobiernos incapaces de esclarecer los crímenes, por afán de encubrir las redes de colusión entre criminales, autoridades, fuerzas policiacas y militares más que por mera ineptitud, no han  logrado acallarlos ni cansarlos hasta ahora y no lo lograrán tampoco las nuevas falacias que repite el gobierno como novedades.

Por el contrario, su exigencia de verdad y justicia es hoy más urgente que nunca. Resuena con más fuerza incluso, ante la ausencia de Justicia y ante el creciente dominio del crimen organizado (que atenta contra libertades y derechos) de Chiapas a Sonora, pasando por Guerrero y Zacatecas,   al amparo o por negligencia del Estado, cuya aparente ausencia contrasta con la desbordada y voraz militarización.

Como si el despliegue criminal de armamento bélico en Culiacán en 2019, o los ataques con drones y la exhibición de montruosos vehículos del crimen organizado en Michoacán, no bastaran para desnudar la tolerancia o complicidad oficial con fuerzas criminales, la espectacularización del dominio criminal en la zona fronteriza de Chiapas el fin de semana pasado expone  la abdicación de los gobiernos estatal y federal ante los “carteles”.

Tal apatía ¿o colusión? lleva a preguntarse, como planteó Ernesto López Portillo en Animal político hace unos días, cuál es la finalidad de la militarización si no se reduce la violencia del crimen organizado.  Podemos añadir, si ni siquiera ha logrado detener el juvenicidio cuyas nuevas víctimas se suman al horror cada semana.

Podemos también preguntarnos por qué no logramos entender y explicar mejor los efectos de la violencia extrema y por qué en el discurso oficial, e incluso en el mediático, se reproducen eufemismos o falacias que no contribuyen a esclarecer la complejidad de las violencias y la depredación criminal.  

Además de las mentiras oficiales, cabe cuestionar, por ejemplo, la con-fusión entre empleo y trabajo esclavo que sugiere un estudio reciente que presenta al crimen organizado como “quinto empleador”, cuando se sabe que muchos jóvenes son trabajadores forzados, previo secuestro o bajo amenazas, crimen al que apunta precisamente el secuestro de siete chicos en Zacatecas y asesinato de seis de ellos esta semana.

En el mismo sentido, algunos medios han presentado el desfile de criminales armados entre vallas de pobladores en Chiapas como si el apoyo de éstos fuera espontáneo ¿Puede hablarse de consentimiento o simpatía cuando el control territorial criminal implica violencia y sometimiento?

La Arquidiócesis de San Cristóbal denunció ya una situación insostenible. Según I. Mandujajo (Proceso) los pobladores de la zona han sufrido amenazas, “multas”,“ofertas” de reclutamiento que, de rechazarse, se convierten en esclavitud laboral, asesinatos, desapariciones…

Estas prácticas degradantes, así como feminicidios y violencia sexual, se han dado antes en otros  territorios de muerte, donde prima una nueva política de “tierra arrasada”, de “destrucción sistemática del territorio y de la vida”, para imponer “un régimen de terror a través de violencias inenarrables  y someter a las poblaciones a la resignación total frente al poder desplegado por cárteles o el propio ejército para la implantación de proyectos extractivistas o simplemente para el trasiego de drogas, tráfico de mujeres, secuestro de jóvenes para trabajo esclavo” (Reguillo, Necromáquina: 131).

Llamemos “narcoestado” o “Estado criminal” al que ha permitido tan profunda degradación de la vida en México, la ausencia de Ley es tal que, más que enfrentar un estado de excepción, donde el Estado se arroga poder de vida y muerte, vivimos en un estado de indefensión, absoluta en algunos desdichados territorios.

Si pensábamos que las atrocidades de Iguala o, antes, como la de San Fernando, representaban el pozo más hondo de la indignidad, la impunidad y el cinismo, la negación de justicia en ambos casos, aunada a la impunidad de masacres recientes, perpetradas por militares o criminales; el poderío creciente del crimen organizado, paralelo a una militarización que no rinde cuentas ni da resultados, nos obligan a preguntarnos por nuestra responsabilidad personal y social en un país donde existen campos de exterminio y poblaciones enteras sometidas a la depredación extrema.

¿Podemos seguir justificando al líder en turno o culpando al pasado? ¿Seguiremos tolerando la destrucción de vidas y territorios? ¿Cómo evitaremos que el horror calcine toda esperanza?

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