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Los no negociables para una navidad feminista

Por Wendy Rayón Garay

Ciudad de México.- Hoy, 24 de diciembre, millones de familias en el mundo se reúnen para celebrar la Nochebuena bajo mandatos de género, cargas desiguales de trabajo doméstico y, en algunos casos, violencias normalizadas que se silencian en el nombre de la convivencia familiar. Pensando en aquellas mujeres que buscan celebraciones libres, seguras y consientes, aquí te presentamos una serie de no negociables para disfrutar de una Navidad feminista.

No se tratan de nuevas reglas morales ni de una forma correcta o superior de celebrar la Navidad. Tampoco de la imposición de una visión única de cómo deben vivirse estas fechas. Por el contrario, estos límites parten del reconocimiento de que cada mujer tiene derecho a decidir cómo, con quién y en qué condiciones quiere celebrar, sin culpa ni sanción social.

Ante todo, los no negociables se tratan de límites personales y colectivos que colocan en el centro la dignidad, autonomía y bienestar emocional. Surgen como una respuesta política a tradiciones que históricamente han exigido a las mujeres sostener la armonía familiar a costa de su propio cansancio, silencio o incomodidad. Nombrarlos y ejercerlos no rompe la convivencia, sino que cuestiona la desigualdad que suele ocultarse detrás del discurso de unión y celebración.

Establecer estos límites también son formas de autocuidado y resistencia cotidiana. En un contexto donde se espera que las mujeres cedan, aguanten o perdonen «porque es Navidad», los no negociables funcionan como recordatorios de que ninguna tradición está por encima del derecho a vivir sin violencia, sin cargas impuestas y con plena capacidad de decisión sobre el propio tiempo, cuerpo y emociones.

Crédito: Pixabay

Ninguna celebración te obliga a convivir con tu agresor

La idea de que la Navidad es una fecha especial funciona como un mecanismo de presión para exigir convivencia, perdón y silencio, incluso cuando existen antecedentes de violencia familiar. Bajo el mandato de la celebración y la unidad, muchas violencias se ocultan bajo los secretos familiares, se minimizan o se normalizan para no «arruinar la reunión».

De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2021, casi 7 de cada 10 mexicanas experimentaron violencia sexual en su infancia y sus agresores fueron integrantes de su propia familia. Lo mismo ocurre cuando son relaciones de pareja en los que hay violencia, situación que al menos el 39.9% de las mujeres de 15 y más años que han tenido una pareja la han vivido.

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En relación con esto, la organización Ola Violeta, apunta que las celebraciones de fin de año multiplican los riesgos para crear un escenario idóneo en el que la violencia contra las mujeres se incrementa, por ejemplo, adultos alcoholizados, casas llenas, visitas que no quieren irse a dormir y niñas sin supervisión. La violencia no se suspende en el calendario ni desaparece frente a la mesa puesta, sino que se refuerza en espacios donde se espera armonía forzada y las jerarquías familiares machistas permanecen intactas.

Las reuniones decembrinas también pueden convertirse en escenarios de revictimización, donde las mujeres son confrontadas con quienes las han violentado y se les exige cordialidad como prueba de madurez, perdón o amor a la familia. En estos contextos, callar la violencia y guardar el secreto opera para mantener el control y sostener la narrativa de normalidad que beneficia al agresor y al entorno que lo cubre. Elegir no asistir, retirarse o poner límites no es un acto de egoísmo, sino de cuidado y supervivencia.

Los chistes que incomodan, hieren o humillan no deben ser soportados

Los comentarios pasivos-agresivos o chistes sobre el cuerpo, peso, edad, forma de vestir o apariencia física no son motivos para generar risas y diversión, mucho menos debes normalizarlos. Aunque se presentan como comentarios bien intencionados o muestra de confianza, estos mensajes solo reproducen una vigilancia constante sobre los cuerpos de las mujeres y refuerzan la idea de que deben ser evaluados, corregidos o aprobados por los demás.

Estos comentarios operan como una forma de disciplina social donde se marca lo que es deseable y lo que no. No importa si se expresan con tono amable o burlón, el efecto es el mismo: generar incomodidad, vergüenza o silencio. La reiteración de estas prácticas va moldeando la forma en que muchas mujeres se miran a sí mismas y limita su libertad de habitar el espacio público sin ser juzgadas.

Por ello, reconocer que estos comentarios no son inofensivos implican desplazar la responsabilidad del daño hacia quien lo provoca y no a quien lo recibe. Poner límites frente a estos comentarios en contextos donde se espera que las mujeres soporten la incomodidad para preservar una convivencia que, en realidad, ya ha sido vulnerada.

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Siéntete libre de no cocinar, lavar o limpiar

Sentirse libre de no cocinar, lavar o limpiar durante la Navidad es una forma de cuestionar la distribución desigual del trabajo doméstico que suele intensificarse en estas fechas. Aunque estas tareas se presentan como parte natural de la celebración, en la práctica recaen de manera desproporcionada en las mujeres, quienes asumen jornadas extendidas de trabajo no remunerado para sostener la convivencia familiar.

La expectativa de que las mujeres se hagan cargo de la cocina, la limpieza y la organización no responde a una habilidad innata ni a una vocación natural, sino a mandatos de género profundamente arraigados. Negarse a cumplirlos suele generar incomodidad, críticas o señalamientos, como si el bienestar colectivo dependiera exclusivamente de su esfuerzo. Sin embargo, participar en una celebración no debería implicar renunciar al descanso ni asumir responsabilidades que no se distribuyen de forma justa.

Reconocer el derecho a no cocinar, lavar o limpiar es también una forma de afirmar que el descanso y el disfrute no son privilegios, sino derechos. Poner límites frente a estas exigencias no rompe la tradición: abre la posibilidad de celebraciones más equitativas, donde las tareas se compartan o, simplemente, no recaigan siempre en los mismos cuerpos. Elegir no hacerlo es una decisión válida y política, especialmente en un contexto donde el trabajo doméstico sigue siendo invisibilizado y desvalorizado.

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No te obligues a realizar prácticas religiosas que no compartes

Se trata de un acto de autonomía que suele ponerse en tensión durante las celebraciones decembrinas. En muchas familias, la religión se asume como un punto de encuentro incuestionable y se espera que todas las personas participen en rezos, misas o rituales como parte del compromiso familiar. Sin embargo, la fe no es uniforme ni hereditaria por mandato, y la diversidad de creencias también forma parte de la convivencia.

La presión para participar en prácticas religiosas puede derivar en incomodidad, culpa o silencios forzados, especialmente cuando estas tradiciones están atravesadas por discursos que han limitado históricamente la libertad de las mujeres. Para muchas, los espacios religiosos han sido lugares de control sobre el cuerpo, la sexualidad o los proyectos de vida, por lo que exigir su participación no solo desconoce su autonomía, sino que puede reactivar experiencias de violencia simbólica.

Reconocer que nadie está obligada a practicar una religión que no comparte permite ampliar el sentido de la celebración más allá de lo ritual. Poner límites frente a estas exigencias no implica una falta de respeto ni un rechazo a la familia, sino la afirmación del derecho a decidir sobre las propias creencias. La convivencia solo es posible cuando se sostiene desde el respeto mutuo, no desde la imposición de una fe que no todas eligen.

Es valido no querer celebrar

La Navidad suele presentarse como una tradición universal, armoniosa y ajena a los conflictos, pero en realidad no es un espacio neutro. Está atravesada por expectativas de género que asignan a las mujeres tareas específicas y responsabilidades invisibles: organizar la cena, cocinar para muchas personas, cuidar a niñas, niños y personas mayores, mediar conflictos y garantizar que todo “salga bien”. Estas exigencias se repiten año con año como parte del ritual, sin que se reconozca el desgaste físico y emocional que implican.

A estas cargas se suma la expectativa de una disponibilidad emocional permanente. Se espera que las mujeres escuchen, contengan, sonrían y sostengan la convivencia, incluso cuando están cansadas o incómodas. La maternidad, real o supuesta, aparece como un eje organizador de la celebración: se presupone que las mujeres desean cuidar, servir y postergar sus propios límites en nombre del bienestar colectivo. Así, la Navidad refuerza la idea de que el afecto femenino debe ser incondicional y silencioso.

Desnaturalizar la tradición no significa rechazar la celebración, sino hacer visibles las desigualdades que la estructuran. Politizar la Navidad implica cuestionar por qué ciertas tareas y emociones siguen recayendo casi exclusivamente en las mujeres y abrir la posibilidad de celebrar de otras maneras, más justas y equitativas. Nombrar estas dinámicas permite romper con la conciliación forzada y recordar que el descanso, el disfrute y la autonomía también son derechos, incluso en fechas festivas.


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