Inicio Columna «Nosotros» contra los «Otros»: políticas de la crueldad (parte I)

«Nosotros» contra los «Otros»: políticas de la crueldad (parte I)

Por Lucía Melgar Palacios

Cuando se piensa en la “comunidad” o la identidad nacional, las políticas migratorias pueden leerse como indicadores del estado de la “salud” y la ética pública de una sociedad. En un contexto donde mucho se habla de “nacionalismo” y “seguridad nacional”, las tendencias represivas ante la migración indocumentada, manifiestas en la frontera entre México y Estados Unidos, nos remiten a sociedades mermadas por el racismo y sistemas políticos amenazados por una lógica fascista.

El fascismo –escribe Jason Stanley en How Fascism Works (2018)– funciona a partir de la distinción “nosotros” / “ellos”, convertida en “nosotros” contra “ellos”. Como lógica básica de un sistema de pensamiento que manipula el pasado, recurre a la propaganda, instituye jerarquías arbitrarias –entre blancos y negros, hombres y mujeres, ciudadanos y “no ciudadanos”–, instrumenta “la ley y el orden”, mantiene las jerarquías de género y construye a su medida realidades imaginarias.

Con referencias actuales a Estados Unidos (EE. UU.), Hungría y otros países, el autor advierte acerca de la deriva autoritaria que amenaza la supervivencia de la democracia, incluso en Estados Unidos, cuya imagen democrática minó gravemente el intento de golpe del 6 de enero 2021.

Aunque esta caracterización del fascismo no es del todo novedosa, el énfasis del autor en la lógica de la exclusión sugiere la necesidad de analizar sus variantes para evaluar el ascenso de la proclividad autoritaria en las sociedades y las inclinaciones fascistas de gobiernos y grupos de interés. Sin caer en clasificaciones apresuradas o rígidas, es útil considerar desde esta óptica algunos rasgos de la política migratoria actual en Estados Unidos y México que confirman el arraigo de visiones ultraconservadoras en EE. UU., y en mi opinión, el potencial corrosivo del discurso oficial excluyente en México.

El cambio de gobierno en EE. UU. no ha significado una nueva política migratoria, aunque haya cambiado su discurso: si bien el 30 de junio la Suprema Corte de ese país confirmó la facultad del gobierno federal para eliminar el programa «Quédate en México», el 21 de julio esa misma Corte le negó al Ejecutivo la facultad de establecer prioridades en la contención de la inmigración indocumentada.

Además de impedir un mejor uso de los recursos federales que se destinarían a expulsar primero a quienes representaran un riesgo para la seguridad, el fallo corrobora la política de la crueldad que se agudizó bajo el gobierno de Trump y que, según un análisis del National Immigrant Justice Center, se instrumentó desde los años 90  y floreció bajo Obama con la política de separación de las familias –que el gobierno de Biden busca revertir–.

Como han documentado esta y otras organizaciones promigrantes, el uso de la crueldad como instrumento para desalentar la migración ha demostrado su inutilidad: ni la separación de las familias ni el encierro en campos de concentración en Arizona o Texas ni la imposición del «Quédate en México” han reducido el número de personas que intentan cruzar la frontera para pedir asilo o buscar una vida mejor en ese país.

Del otro lado de la frontera tampoco ha tenido efectos disuasivos la política de la crueldad “a la mexicana”, instrumentada por el Instituto Nacional de Migración y la Guardia Nacional (como hemos visto), o derivada del Estado omiso que ha dejado a merced del crimen organizado y de autoridades corruptas a personas migrantes nacionales y extranjeras e incluso a sobrevivientes de desplazamiento forzado, en particular mujeres que huyen de un cúmulo de violencias en sus lugares de origen y van a la frontera norte con la esperanza de encontrar asilo (y seguridad) en Estados Unidos –fenómeno que están documentando las investigadoras Valentina Glockner y Emanuela Borzacchiello en Sonora y Chihuahua (véase conlaa.com, julio 2022)–.

Al no reconocer el derecho a migrar, y sobre todo al no garantizarlo en los hechos, los gobiernos de EE. UU. y México no solo responden a objetivos de “seguridad nacional”, “principios nacionalistas” o “geopolítica”, los guía también una visión del mundo infundida de racismo y clasismo que, incluso en la retórica populista mexicana, les resulta útil: mantener y normalizar la exclusión del “Otro” –el extranjero, inferior, desechable– permite reforzar la identidad de un “nosotros” al que se manipula con fines políticos. 

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