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Reconocer la dignidad humana II

Por Lucía Melgar Palacios

En “We Refugees” (“Nosotros, refugiados”, 1943) Hannah Arendt reflexiona desde su condición de refugiada judía en Estados Unidos, acerca de quienes han tenido que huir de sus países, no por alguna opinión u acción propia, sino por pertenecer a un grupo estigmatizado y perseguido por su gobierno.   

Sus vidas están marcadas por la pérdida: “perdimos nuestra casa, es decir, la familiaridad de nuestra vida cotidiana. Perdimos nuestra ocupación, la confianza de que somos de algún modo útiles en el mundo. Perdimos nuestro idioma, la naturalidad de las reacciones, la sencillez de los gestos, la expresión espontánea de los sentimientos”.

Arendt alude también a la pérdida de identidad social de quienes tienen que convivir en una sociedad que “no sabe quiénes son”, donde son simples seres humanos y, por tanto, son ignorados o despreciados: cuando el valor de las personas se mide por sus títulos, cargos o conexiones, la condición de “ser humano” no basta para recibir ayuda o respeto o reconocimiento. 

Más adelante, en Los orígenes del totalitarismo (1950), la filósofa enlaza la crisis de derechos humanos evidenciada por la existencia de millones de personas desplazadas, sin protección, con el declive del Estado-nación tras el dislocamiento provocado por dos guerras mundiales. Para proteger a quienes han perdido su pertenencia a una comunidad política, es preciso reconocer para todo ser humano “el derecho a tener derechos”. Idelamente una instancia supranacional debería reconocerlos y protegerlos.  

 Si con la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas (1948) se intentó responder a este grave problema, la condición actual de millones de personas desplazadas, cuya vida y libertad dependen de la buena voluntad o sentido de justicia de gobiernos nacionales, demuestra las limitaciones de una instancia internacional conformada por representantes de Estados, que, en los hechos, siguen limitando la garantía de los DDHH a sus ciudadanos e incluso los violan ellos mismos. 

Mientras que Arendt y millones de personas se cuestionaban el sentido de un mundo que había creado seres destinados “al campo de exterminio por sus enemigos, y al campo de internamiento por sus amigos”, hoy enfrentamos un mundo que ha creado seres, poblaciones enteras, “desechables”, así consideradas porque no tienen país, ni amistades, ni ocupación. 

En tiempos del nazismo, se preguntaba: ¿cómo fue posible? o ¿por qué el mundo no reacciona? Hoy podemos plantear las mismas preguntas aunque sepamos que “el mundo” no reacciona porque la creación de personas “desechables” forma parte del sistema socioeconómico, ese que ahonda y multiplica las desigualdades en nombre de la “eficiencia” y del lucro. 

Saber o sospechar la complicidad de los gobiernos con este sistema no justifica, en efecto, la indiferencia ante la masificación del desplazamiento forzado, del despojo, de la expulsión y la marginación; ni el silencio ante regímenes que arrancan el derecho a la nacionalidad (como Nicaragua) o las libertades y el derecho a un juicio justo (como El Salvador), o que dejan a migrantes y nacionales a merced de criminales (México).

Más allá de distinciones entre personas refugiadas, apátridas, migrantes, ciudadanas de primera o segunda, cerrar los ojos ante estas expulsiones de la comunidad política (en términos de Arendt),  ante este despojo de pertenecia ( territorial, familiar, social) facilita el proceso de marginación masiva que, como ha planteado el filósofo italiano Giorgio Agamben, crea masas de seres a los que su mera condición humana no protege; que, por el contrario, son vistos como “bárbaros”, como pura “vida desnuda”, sujetos a la arbitrariedad “soberana” que tiene sobre ellos poder de vida y muerte.

Detener la avalancha de exclusiones que desde hace décadas disloca el mundo es imposible. Aferrarse al ideal de una comunidad internacional que reconoce su “responsabilidad compartida”, como plantea el Pacto Mundial sobre los Refugiados (2018) sería ingenuo. Más bien, como plantea Agamben (1995) habría que resignificar términos como ciudadanía, territorio, nación y buscar formas de convivencia viables.   

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