Inicio Columna Un sistema putrefacto de arriba abajo. El Verdugo de Alejandra Cuevas

Un sistema putrefacto de arriba abajo. El Verdugo de Alejandra Cuevas

Por Lucía Melgar Palacios

En un testimonio valiente y honesto, Alejandra Cuevas, presa por un delito inexistente durante 528 días, devela la podredumbre del sistema de justicia desde las altas esferas hasta los pasillos obscuros y las celdas sobrepobladas de las cárceles.

Su libro, El Verdugo, deja en claro la injusticia atroz de un sistema penal convertido en arma de venganza que padecieron ella y su familia, nos obliga, a la vez, a mirar detrás de los discursos y leyes que justifican el encarcelamiento de miles de personas en nombre de la “justicia”, la “reparación del daño“ o “el bien de la sociedad”.

Contra el populismo punitivista que en los últimos años en México ha atraído a tantos (incluso a mujeres que se dicen feministas), libros como éste corrobaran lo que múltiples estudios del sistema penitenciario mexicano han documentado, con la gran ventaja y acierto de compartir esta mirada crítica  y este conocimiento doloroso y necesario, con un público más amplio.

Las pésimas condiciones de la población carcelaria en México y en América Latina son de sobra conocidas  – y no por ello cambian. Elena Azaola, estudiosa de este espacio de marginación y sufrimiento, documentó en 2021, por ejemplo, cómo el punitivismo, con su endurecimiento de penas y ampliación de delitos sancionados con cárcel, ha llevado desde los años 90 al incremento del encarcelamiento, a la sobrepoblación y pérdida de control del Estado en muchos penales, y al empeoramiento de las condiciones de vida en ellos, que afecta más a las mujeres para quienes la justicia “es más lenta” y quedan años encarceladas sin sentencia.

Las cárceles son tan terribles por infrahumanas que, además de evitar el punitivismo y la prisión preventiva oficiosa, entre sus recomendaciones Azaola incluye asegurar “el abasto de agua y de alimentos suficientes y de buena calidad”, atención médica y otras necesidades básicas para cualquier ser humano.

En El Verdugo, donde también cuenta su caso y el de su familia, perseguidas por el fiscal general de la república, Alejandra Cuevas recupera sus diarios de esos meses en Santa Martha Acatitla. Muestra lo que significan el hacinamiento, el maltrato y las “condiciones infrahumanas” que se imponen a las presas, incluso en un penal considerado menos terrible que otros. Desde su arresto ilegal hasta su salida, el trato por parte del personal policiaco y penitenciario fue casi siempre hostil, agresivo o de plano grosero, como si parte del castigo fuera humillar e insultar.

Entre otros detalles que revelan mucho de la vida en prisión, Cuevas refiere cómo la obligaron a desnudarse y ponerse una ropa cinco tallas más grande que la suya, a bañarse con agua helada a las 3 de la mañana; cómo las custodias pasaban también a las 3 golpeando los barrotes de las celdas y, cuando las inspeccionaban, las dejaba “como si hubiera pasado un huracán”.

Al trato vulgar se añade la burla: cuando pregunta por la regadera (inexistente), la custodia responde: “no estás en un hotel” o “¡¿Qué no entiendes que estás en la cárcel?!”. Las groserías desde luego tampoco faltan.

La cárcel, como lo mostrara con extraordinaria crudeza José Revueltas en El apando (1969), deshumaniza a quienes encierra, presas o custodias. Las autoridades, superadas o cómplices, forman  parte de esta trituradora de vidas y almas que, como escribe Cuevas, transforma a miles de mujeres sin sentencia, en “mujeres invisibles”,” fantasmas” de beige; muchas sin posibilidad de defenderse por falta de recursos, abandonadas por sus familias.

No extraña entonces que, ahí donde “los gritos son aullidos mudos”, las ideas de suicidio sean “constantes” y los intentos (fallidos o logrados) recurrentes. Tampoco sorprende que, también corrompidas y despreciadas, las custodias abusen de su minúsculo poder, como suele suceder en este país jerárquico y autoritario.

Contra las violaciones de derechos humanos que comete, impune, el Estado en las cárceles, la fortaleza espiritual de Alejandra y el inteligente activismo de sus hijos e hija convirtieron su caso en causa nacional.  

Lograron superar hasta las más sucias manipulaciones de la ley y confirmar su inocencia. Contra la obscuridad y la desesperanza que permean Santa Martha, Alejandra imaginó y logró iluminar la cárcel, con pintura clara y trabajo colectivo de las propias presas. La solidaridad y amistad que ahí también florecen nos refrendan la urgencia de desmantelar un sistema que aplasta toda esperanza y mata en vida.   

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