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Cristal de Roca

Cristal de Roca es una columna sobre participación política de las mujeres, y sobre temas cotidianos abordados desde los Derechos Humanos de las mujeres

¿Conocen al Grinch? Pues no me representa. Yo disfruto tanto esta época que, aunque en mi pedazo de mundo los 35 grados de calor habitual no permitan imaginar renos y un sonriente muñeco de nieve, mi casa está decorada desde noviembre (o antes). Tengo para ello una explicación.

Para empezar, toda la parafernalia navideña me encanta. Las luces, los adornos, los arbolitos, los abrazos, los buenos deseos, las renovadas intenciones, to-do.

No es casualidad. Tuve una esmerada educación al respecto. A mi madre le encanta la Navidad, y desde que tengo memoria decora su casa como si fuera la mismísima madre de Santa Claus.

De hecho, cada año, alguien de la familia (incluida yo) “separamos” algún adorno y le pedimos que lo deje por escrito en su testamento. Cosa que, por supuesto, le causa gracia e ignora, porque le daría un ataque sólo imaginar hacer un inventario de sus adornos navideños, ¡para heredarlos! Eso no sucederá.

Así pues, la Navidad es cosa seria en mi familia de origen. Y, por extensión lo es en la mía. Aunque, a juzgar por la decoración, yo podría ser algo así como la prima lejana de Santa, porque a mí me gusta más lo blanco y dorado que lo rojo y verde; y a la minuciosidad de mi madre yo he antepuesto un estilo más mesurado, por decirlo de algún modo.

Como sea, me encanta y me parece poco un mes para disfrutarla. Así que esa es la primera razón para que la Navidad entre a mi casa con un mes de anticipación.

La segunda razón es que decorar lleva tiempo y trabajo. Y francamente, me parece que el esfuerzo merece más tiempo de lucimiento.

Con todo, la tercera razón es la que tiene más peso.

Cuando mi hijo Alex fue diagnosticado con cáncer, toda la idea del tiempo se volvió muy relativa. Literalmente. Lo único claro eran el día y la noche, y eso porque el sol y la luna llegaban puntualmente a su cita en ese juego de relevos acompasado como trenes suizos.

Todo lo demás era un misterio. Con enorme frecuencia no sabíamos si era jueves o domingo. No sabíamos tampoco gran cosa de horas. Si teníamos hambre comíamos. No sabíamos y no importaba. Aprendimos a movernos en ese misterio como río que fluye por su cauce.

Y las veces que no había que ir al hospital, que no había quimioterapias ni nauseas ni dolor ni malestar, comíamos en familia, veíamos películas, jugábamos cartas. Y cada día de esos fue para mí Día de Navidad.

Porque, al final, la Navidad es la oportunidad de convivir, de agradecer, de abrazar, de celebrar lo celebrable, de perdonar lo perdonable y, a veces, también lo que alguna vez creímos imperdonable. Es, en fin, una fecha señalada para darle espacio al amor sin regateos.

Así que, en ese duro trecho de nuestra vida, aprendí que cualquier día puede ser Navidad. Lo declare el calendario o no, basta que lo convoquemos, en voz alta o sólo con el corazón.

Ahora celebro Navidad muchas veces al año. Y decoro de Navidad mi casa un mes (o dos) antes de la fecha socialmente acordada. 

Total, yo ya sé que Navidad puede ser un día cualquiera, basta que el amor se siente a la mesa y nos abrace como si no hubiera mañana.

¡Feliz Navidad!

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Si hiciéramos inventario, ¿cuántas posesiones tendríamos? Si contáramos todo aquello al que le anteponemos el pronombre posesivo “mi”, ¿cuánto creeríamos que es nuestro?

Cada que puedo desayuno en mi terraza que mira al jardín. Y suelo quedarme absorta mirando lo que me ofrezca el día. Veo mis flores, en especial las de las musaendas que plantamos hace mucho y que, contra sol y viento ahí siguen, floreciendo para mi alegría.

Veo a un cuarteto de lagartijas que salen de mis plantitas moradas a tomar el sol.

Veo las pequeñas flores que dan esas plantitas moradas, y veo como llegan abejas a chupar el polen. No sé si se dice “chupar”, pero juro que así parece. Y en mi pedazo de mundo eso hacen así sea invierno.

También suelo ver a un pajarito de pecho amarillo que me visita siempre o casi. Igual que mariposas amarillas y una que otra libélula. El pajarito (un bienteveo) grita para avisar que está por aquí. Las otras son más discretas. En cualquier caso, siempre me conmueven, porque dicen que son mensajeros del más allá para hacernos saber que nuestros seres amados mandan saludos.

Así pues, de vez en vez, desayuno en mi terraza y veo pequeños milagros a los que absurdamente llamo “míos”.

No lo había notado, hasta hace unos días que, como si hiciera inventario, me escuché decir: mis flores, mis lagartijas, mis abejas, mi arbolito, mis mariposas, mis libélulas, mi pajarito. Y caí en cuenta que así vamos por la vida haciendo nuestro lo que no nos pertenece en absoluto: mi esposo, mis amigas, mi hija, mi hijo…

Acaso la ilusión del posesivo “mío” es útil para crear una sensación de certezas y de eternidad.

Pero nada lo es. Ni lo material, en realidad. Cuando viajo no dejan de sorprenderme las haciendas, los fuertes, los castillos o cualquier construcción que sin duda debe haber hecho sentir muy poderoso a su propietario y, acaso, pensó que duraría para siempre. Y “siempre” significó lo que duró su riqueza, su poder o su vida. 

Ni la vida es toda nuestra. En general no podemos decidir cuándo ni cómo terminará. Así que para ser una “posesión” es bastante frágil.

Sí, en efecto, puede haber un deseo de certezas y eternidad cuando usamos el posesivo.  

No obstante, acaso hay otro ángulo. No es el objeto o el ser lo que poseemos, sino lo que sentimos por ello. 

Así, evidentemente no poseo a “mis” cuatro lagartijas, pero el gozo que me produce verlas me pertenece. Y por eso las llamo mías.

La alegría o nostalgia o tristeza que evocan en distintos momentos el bienteveo, las mariposas, las libélulas, las flores, el arbolito es tan mía que puedo trasladarla y sentir que son mías.

Y sin duda el amor que siento por cada persona que amo, me permite nombrarla con el posesivo por delante.

La clave, quizás, es saber que nada y todo es mío. Y así el inventario cobra sentido. 

Hoy mi sol salió puntualmente y cobijó un buen rato a mis lagartijas. Ayer vino mi pajarito a disfrutar un rato de la sombra que dan mis musaendas. Hace unos días disfruté mucho una comida con mi esposo, mi hija y mi yerno. El fin de semana fui muy feliz con mis amigas y amigos. Cada quince días comparto mis alegrías, reflexiones y tristezas con mis lectoras y mis lectores.

En momentos de tanta incertidumbre, realmente me siento afortunada. Tengo un gran inventario.

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No es cuestión de paciencia o de buenas formas. El problema es que no es problema.

En lo general, no es problema para gobernantes, de cualquier color; ni para empresarios, comerciantes, hoteleros, banqueros. Y sin duda, en general no es problema para la mayor parte de la sociedad. 

La vida, la salud, la dignidad y la integridad de las mujeres y niñas de México no se perciben como un problema que nos atañe a toda la sociedad. Y precisamente ese es el problema.

En fechas recientes hubo un episodio en Cancún que es un buen espejo de lo que pasa en todo el país.

Un grupo de madres buscadoras –tragedia, convertida en oficio, que describe a mujeres, y también a hombres, que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos, con vida o “aunque sea un hueso”- bloquearon la única vía de acceso y salida de la Zona Hotelera.

Organizaron el plantón pacífico a las 10 de la mañana, colocando mantas que bloqueaban toda la vialidad. Pedían hablar con la gobernadora Mara Lezama –aunque fuera por teléfono- para que responda a su solicitud, presentada desde el 14 de octubre, de destituir al Fiscal a quien consideran omiso, por decir lo menos.

Pasaron horas. En ese lapso, las madres recibieron gritos y reclamos de los trabajadores que debían caminar varios kilómetros para llegar a sus sitios de trabajo; las miradas desconcertadas y molestas de turistas que con maletas en mano querían llegar a su hotel. De transportistas que veían bloqueada su ruta. 

El presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Eduardo Martínez, dijo que “que esas no son formas de manifestar cualquier opinión”, pues se lastima la imagen (¡la sagrada imagen!) de Cancún.

El presidente de la Cámara de la Industria de Restaurantes, Julio Villarreal, calculó las pérdidas en número de comensales, y dijo que “todos merecen llegar a sus casas y a sus trabajos, con bien”.

Diez horas después llegó la ansiada llamada. La gobernadora se disculpó explicando que estaba en carretera regresando de Mahahual a Chetumal, y les ofreció recibirlas al día siguiente.

Y, en efecto, estaba en gira de trabajo en Mahahual; pero, aun suponiendo que no tuviera señal, en Bacalar (a una hora de distancia) y en Chetumal (a hora y media) la señal es muy buena.

Me pregunto si la gobernadora hubiera tardado diez horas en reportarse a una llamada del presidente López Obrador o a la de algún empresario con quien negocia alguna inversión para el estado.

Me pregunto qué pasaría si los trabajadores, hoteleros, presidentes de las Cámaras, asumieran que sus hijas, hermanas o esposas podrían ser esas mujeres que buscan o que están siendo buscadas. 

El episodio –que no la historia- terminó con la esperada reunión, escucharon a las madres, no destituyeron al Fiscal, se prometió agilizar, en fin, más o menos lo de siempre. 

Y me pregunto cuánta impunidad sería suficiente para que perder la paciencia sea aceptable y convoque y conmueva. Cuántas omisiones o indolencias deben acumularse para que haya empatía, para que se apoyen las formas de exigir atención. Y cuántas mujeres y niñas más deben ser secuestradas, torturadas, asesinadas, para que se considere un problema, no de las madres, no de las mujeres, sino un problema de toda la sociedad.

Hasta que llegue ese momento no nos hablen de paciencia y de buenas maneras. 

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Calabazas, gatos negros, sombreros puntiagudos, flores de cempasúchil, calaveras, papel de china. No hay duda. Se acaba octubre y empieza noviembre.

No es cualquier cosa. No en nuestra cultura. No para mí. 

Si tuviera que definir esos días con una sola palabra, elegiría: mezcla. Son días de mezcla.  

Se mezclan Halloween y los Días de Muertos.

Se mezclan las tradiciones, la de Estados Unidos y las nuestras. Y, desde donde yo miro el mundo no parecen competir. Las catrinas conviven bastante bien con algunas sabanas de aspecto fantasmagórico, y los altares no parecen inmutarse ante una fingida telaraña.

Se mezclan los sabores. El pay de calabaza no le disputa lugar al dulce de papaya; y un pibipollo no se amilana ante una pila de caramelos.

Pero en mí se mezclan, sobre todo, las emociones. 

Por un lado, espero con ansias la visita a mi familia política en Campeche (tradición familiar que sólo la pandemia fue capaz de suspender). Todo se llena de colores ahí: la comida, los dulces, los altares, las flores. Todo se llena de olores ahí: huele a pibipollo, a hoja de plátano, a xpelon, a masa, a tomate, a epazote. Todo se llena de risas ahí: cuando jugamos lotería campechana, cuando comemos alrededor de una gran mesa, cuando visitamos a las amistades.

Pero basta ver la foto de mi hijo en el centro del hermoso altar que monta mi cuñada, para que me duela la ausencia.

En la foto, mi Alex luce con una gran sonrisa. Parece recordarme que disfrutó muchísimo cada visita a casa de sus tías, que comió, jugó y río a sus anchas; que, en fin, fue muy feliz. Parece decirme que, de algún modo, sigue ahí; que, mientras le recordemos, él sigue ahí. 

De hecho, todo el fin de la celebración de esos días en nuestro país, tiene ese objetivo: Recordar amorosamente a quienes murieron. Por eso, en los altares, puede variar la forma y el colorido, pero se suelen colocar fotografías, poner platos con la comida favorita, vasos con la bebida predilecta, objetos que hagan alusión a sus pasatiempos. Recordar, recordar, recordar.

Y también apelamos a todos los sentidos: el ambiente se llena de colorido, de olores, sabores, sonidos. Es decir, esos días se procura que recordar sea un acto de alegría y amor. 

Y sí. Pero a mí a ratos se me hace un nudo en la garganta, me duele el corazón y tengo que suspirar, que es la manera en que respiro cuando no quiero que la tristeza se me quede atorada.

Aún no sé cómo lograr que sólo sea el amor el que me inunde. Que la foto en el lugar de honor del altar sólo me recuerde su vida y no su ausencia. Aún no sé cómo recordar esas visitas a Campeche sin extrañarlo tanto. Aún no sé cómo extrañarlo sin que duela. Aún no sé siquiera si eso es posible. 

Por lo pronto, lo que hago es aceptar la mezcla y procurar darle espacio a cada emoción. Disfruto mucho a la familia, y suspiro cuando veo la foto de Alex en el altar. Abrazo, me dejo abrazar, y luego como muy a gusto o juego lotería con los sobrinos y me río de buena gana. 

Acaso así será siempre. Acaso así es la vida. Una mezcla.

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Octubre de 2022.- Lejos se ven los tiempos de las manifestaciones en el Zócalo, en la Cámara de Diputados, en la casa presidencial exigiendo el derecho al voto de las mujeres. Sí, desde la cima de la Paridad, se ven lejos. Y, sin embargo, no hemos tirado suficiente lastre.

¿Cuál lastre?

Hay que recordar que, a lo largo de la historia, los hombres se adueñaron del poder y de todo lo relacionado con el espacio público; y dejaron a las mujeres encargadas de casi todo lo relacionado con el espacio del hogar. Por las buenas o por las malas.

“Por las buenas”, se incluían consignas como “calla, obedece y sirve” (a los hombres que estuvieran a su alrededor), “agrada y sonríe” (a todo mundo).

Por las malas, reformas legales que establecieron la subordinación de las mujeres, y la argumentación de nuestra inferioridad, al punto de considerar que ni siquiera éramos humanas.

No obstante, y bajo esas camisas de fuerza, los movimientos sufragistas consiguieron el voto en casi todos los países de Occidente. En México lo conseguimos un 17 de octubre de 1953.

Conseguir igualdad de condiciones para ser postuladas y ser electas ha sido otra larga historia que, en México, pasa por las cuotas de género (1993-2008), la sentencia 12624 (2011), la Paridad constitucional (2014), jurisprudencias por paridad vertical y horizontal (2015), y Paridad en todo (2019).

Somos, hasta ahora, el único país que en su Constitución garantiza legalmente la Paridad en todos los cargos, por elección y por designación.

Es como haber subido una gran montaña. Llegamos a una cima, y desde aquí se mira otro horizonte. En la Cámara de Diputados, el Senado y en casi todos los Congresos estatales hay paridad. Hay más alcaldesas que nunca. Y, por primera vez en la historia, nueve mujeres gobiernan al mismo tiempo distintas entidades de nuestro país.

No obstante, se construyen abismos a cada paso, y también se ha hecho evidente que hay piedras que se colocan en nuestra mochila. El lastre que cargamos son los prejuicios de lo que deben ser y hacer las mujeres. Mujeres del siglo XXI que deben cumplir con expectativas “modernizadas” del siglo XVIII.

Se espera, por ejemplo, que las gobernadoras luzcan siempre impecables: maquilladas, peinadas y vestidas con elegancia y discreción. Nada de repetir un mismo vestido. Zapatos de tacón alto, por supuesto, aunque cueste más trabajo caminar. Nada de gestos adustos. Sonrisas y amabilidad por delante. Ser sensibles, pero no llorar, eso es signo de debilidad. Las órdenes deben parecer sugerencias. Las exigencias, peticiones. La castidad y fidelidad no son opcionales. Deben trabajar el doble, demostrar que merecen estar ahí. Nada de horarios para estar con la familia, nada de descansar. ¡Ah!, y les corresponde salvar a la patria.

Pensemos: si esas exigencias se colocaran en los señores, ¡hace tiempo que habría gobiernos acéfalos!

Debemos quitar ese lastre en la mochila de las mujeres. Dejar de medirlas con una vara distinta a la que se mide a los señores.

Cuando una mujer gobierne mal y no por ello sea más severamente cuestionada o castigada que un hombre que gobierna mal, entonces, y sólo entonces, sabremos que hemos quitado el lastre de las mochilas de las mujeres. Sabremos que estamos construyendo igualdad.

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Cuarzo Rosa

Cecilia Lavalle Torres

Así le llamó Ana. Y no pudo haberlo descrito mejor. Porque la tristeza se disfraza a menudo -de enojo, sobre todo-, pero cuando llega desnuda nos desarma, nos deja en tal estado de indefensión que se funde con una, con uno. 

Un día escribí que tras la muerte de una persona amada no existe un dolorómetro. Es decir, creo que no existe tal cosa como que un dolor sea mayor que otro. Opino que es falso, por ejemplo, que una persona sufra más por la muerte de un hijo, que otra por la muerte de su pareja. 

Cada persona es ella y sus circunstancias; de manera que a cada persona le duele profundamente la ausencia del ser que ama. Y pocas cosas hay tan absurdas e inútiles como medir ese dolor. 

No obstante, la experiencia me está demostrando que, precisamente por las circunstancias únicas de cada persona, hay duelos que parecen más duros. No es el dolor el que comparo, es el duelo el que parece ser más duro.

Por ejemplo, yo suelo hablar de mi duelo como una tormenta. De hecho, así titulé mi libro: “Claves para atravesar la tormenta. Mis aprendizajes para vivir el duelo”. Y toda la travesía, desde que a mi hijo le anunciaron el cáncer hasta su muerte, siempre me pareció una tormenta, a veces huracanada.

A menudo describo mi experiencia en duelo como: sentirme a la deriva, en medio del mar, sostenida por una tablita; y mis aprendizajes se relacionan con armar la barca y remar hasta llegar a la playa.

Pero una amiga describe el principio de su duelo como “El atentado”. Ella sufrió un aborto espontáneo de gemelos. Y cuando habla al respecto así lo dice: “Cuándo sucedió el atentado…”.

Ana, en cambio, describe su experiencia como “Un meteorito”. Y casi todas las palabras que utiliza remiten a eso, a la sorpresa, al choque devastador, al silencio, al vacío.

Su hijo menor, con apenas 12 años, murió de un infarto en su cama una noche como cualquier otra. Era deportista y todo indicaba que muy sano. Es un caso, como otros, de jóvenes que, sorpresivamente, tienen un infarto en plena cancha de futbol. Un caso entre miles o millones, le dijeron. Pero en realidad no saben.

Y, tras el estupor, la incredulidad y la rabia llegó “la desnuda tristeza”.

Sabía qué hacer con la incredulidad y la rabia, me dijo, pero no sé qué hacer con la desnuda tristeza. 

Y yo la escucho y lloro con ella. Lloro su duelo y lloro el mío. La abrazo. Me abraza. Y nos miramos buscando respuestas. Pero sólo vemos a la desnuda tristeza abrazándonos tan desvalida como nos sentimos nosotras.

Acaso por eso es difícil enfrentarla. Tal vez, por eso, no hay mucha resistencia ni acomodo ni argumento ni debate ni oposición ni nada. Porque así, desnuda como está la tristeza, sólo queda rendirse. Entonces ella se acerca humilde y agobiante. 

A Ana le oprime el pecho como quien quiere resucitar sin mucho talento. A mí se me instala como un abrigo pesado que me impide caminar. 

He aprendido que, como sea que percibamos o nombremos ese parteaguas que representa que un ser muy amado haya muerto, la desnuda tristeza nos visitará a menudo. Y, a menos que la ignoremos o la sedemos o la volvamos a disfrazar, mi experiencia es que, si aceptamos su abrazo y la cobijamos un rato, nos hace un regalo: nos deja un sosiego que se parece mucho a sentir paz.

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«¿No nos hemos equivocado?», preguntó con sincera preocupación: «Tenemos ahora mejores leyes, pero ¿no deberíamos haber cambiado primero la conciencia social?».

La reflexión surgió en medio de un curso que impartíamos sobre los avances legales para atender y sancionar la violencia política contra las mujeres en razón de género.

¿Cambiar primero la conciencia social? Le di vuelta varios días al asunto. ¿Qué es la conciencia social? Tras leer algunos documentos que me encontré en línea, entendí que alude a la conciencia que adquiere un ser humano de que vive en un grupo social; es decir, toma conciencia de que hay otros seres en su entorno y se pregunta cómo las condiciones favorecen o perjudican a otras personas. La conciencia social implica entender las necesidades de otras personas y supone una motivación para la acción en apoyo de quienes lo necesitan.

Entonces —pensé—, no nos hemos equivocado en nada porque a lo largo de la historia, en diferentes momentos, han sido mujeres las que, tras adquirir conciencia social, se organizaron para cambiar las condiciones que les perjudicaban por nacer mujeres. Y, sin duda, las leyes han representado enormes avances.

Pensemos, por ejemplo, que sin reformas legales, estaría permitido vender a una mujer, violarla dentro del matrimonio, golpearla fuera o dentro de su hogar. Sin las reformas legales, las mujeres no podríamos votar, postularnos para un cargo de elección popular, divorciarnos, administrar nuestras propiedades; es más, ni siquiera tendríamos derecho a tener propiedades.

Pero una cosa es el cambio legal y otra el cambio real. Y creo que, en parte, a eso aludía la reflexión de la asistente al curso. Las reformas legales solo son una parte de los cambios indispensables que hay que llevar a cabo para que las mujeres gocen de todos sus derechos como humanas; pero es una parte vital: sin los cambios legales, nuestras condiciones serían medievales y no tendríamos posibilidades de exigir nada.

Ahora bien, esto se queda a medias si la reforma legal no se traduce en cambio real. Y para que se traduzca, es cierto que esa conciencia social debe ser generalizada. Es decir, la violación a los derechos de las mujeres debería verse como un agravio social y no —como sucede ahora— como un problema de mujeres.

En mi opinión, ahí está el meollo del asunto: porque no se asume que las mujeres somos tan humanas como los humanos y que, por tanto, tenemos derecho a todos los derechos, sin “peros”. Ni tampoco se asume que lo que les pasa a las mujeres le pasa a la sociedad. Es simple lógica matemática: somos más de la mitad de la población, así que lo que nos afecta de manera generalizada afecta a todo el conjunto social.

¿Nos hemos equivocado por avanzar más en el cambio legal y no en el real? Yo creo que avanzamos donde podemos, tanto como podemos. La toma de conciencia comenzó con nosotras y hemos hecho los cambios que hemos podido, que no son pocos.

Lo que tengo clarísimo es que si las mujeres nos hubiéramos esperado a que cambiara la conciencia social de manera generalizada, seguiríamos como en la Edad Media.

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Reviso mi agenda —que es una libreta un poco más chica que media carta— y me doy cuenta que entré en pausa hace más de una semana. La cinta que deja señalada la página se encuentra varios días atrás del día en que escribo este texto.

Ha escuchado la frase: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Bueno, yo no creo que Dios se ría cuando no podemos cumplir nuestros planes. Pero yo sí que me reí, porque me recordó que la vida también tiene cartas.

Yo creo que, a veces, la vida se parece a un juego de póker. Una hace planes con las cartas que tiene y aspira a ganar la partida o, al menos, a tener un buen juego y «no perder la mano», como se dice en el argot de este juego de mesa. Pero a menudo se nos olvida que la vida también tiene cartas, también juega y, claro, puede tener un mejor juego y ganar la partida.

Eso pasó. La vida me ganó la más reciente partida.

Tenía planeado preparar dos conferencias y un taller (debería verme ahorita trabajando a contrarreloj). También estaba anotado: viajar para llevar a mi madre —que vino a visitarnos— de regreso a su casa. Programé, asimismo, unos análisis médicos de rutina y una comida con queridas amistades.

Total, una semana completa bien planeadita, con viaje y todo, y lo que en realidad he hecho ha sido cuidar a mi madre y cuidarme yo.

Resulta que la visita de mi madre ha sido de lo más grata. Nos hemos dedicado a consentirla y a disfrutarla. Y ya preparando su viaje de regreso, además de los gratos recuerdos y unas cuantas compras, adquirió COVID.

Pánico inicial. Calma obligada tras recordar que tiene cuatro dosis de vacunas (igual que mi esposo y yo) y preocupación disimulada al recordar, también, que tiene 84 años, hipertensión, arritmia.

Cuando yo entro en modo “preocupación” me pongo en acción automática. Eso quiere decir que pienso con rapidez y claridad, planeo acciones inmediatas, tomo decisiones puntuales y actúo en consecución de lo planeado como ingeniera que se ciñe al plan de la arquitecta. 

Hasta ahí llega mi claridad. Porque, para todo lo demás que requiere la vida cotidiana, mi cabeza se mueve en piloto automático que —he de agregar— no siempre es muy eficiente.

Un día, por ejemplo, al cocinar olvidé freír previamente unos ingredientes y los agregué tal cual al caldo. No quedó tan mal, pero… Otro día puse la lavadora y la olvidé; mi ropa quedó como si un gigante hubiera dormido sobre ella. Pero lo peor fue que una noche di por hecho que me había tomado mis medicamentos y tras pasar “inexplicablemente” una noche miserable (que, claro, atribuí al estrés), me di cuenta que dejé mi pastilla, muy bien acomodadita, lista para tomarla. Piloto automático descompuesto, le digo.

Eso sí, mi cabeza ha funcionado de maravilla en la atención a mi madre.

Cuando escribo estas letras mi madre ya va de salida, y yo quito a ratos la pausa para ponerme a escribir.

He llenado de nuevo mi agenda con lo mucho que debo hacer en los siguientes días. A sabiendas que, esta vez también, la vida tiene sus cartas. Veremos si le puedo ganar esta mano.

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Cuando llegó me dijo: «Ahora yo voy a ser tu hija». Y yo me reí, más por no saber qué decir que porque me causara gracia. ¿Yo, ser la mamá de mi mamá?

Mi madre vino a visitarnos. Desde que murió mi padre (hace 12 años), ella no había venido. Así que cuando manifestó interés por venir nos organizamos para recibirla. Y eso incluyó poner pasamanos en el baño, librar de obstáculos el cuarto donde la alojaríamos y poner televisión “en la que se viera TV Azteca” (pueden imaginar mi cara). De hecho, esa fue la única condición para venir. Ni los pasamanos ni espacio en el closet ni librarla de obstáculos: solo TV Azteca.

Como no era cosa de ponérsela difícil, su petición fue atendida como se atienden las excentricidades de cualquier artista cinco estrellas.

Y cuando puso un pie en mi casa dijo eso: «Ahora yo voy a ser tu hija».

Pensándolo bien, a lo mejor me reí porque eso de ser madre se me dio a duras penas (literalmente). Con Alex en especial. Claro, fue el primero y yo no estaba preparada en absoluto (¿alguien lo está?). Con Talía fue más fácil, pero realmente ella lo hizo casi todo con su dulzura y determinación que trajo repartidas en cantidades iguales.

Ya en su juventud, la verdad es que gocé mucho ser madre. Pero a esa edad, la verdad es que ya no se es madre, madre. Más bien, una pasa a ocupar un puesto de asesoría en el que, como suele suceder con ese cargo, a veces te preguntan, otras te ignoran y si opinas te miran con cierta indulgencia o enojo –según sea el caso y el humor– y un gesto inconfundible que manda el mensaje: nadie te preguntó.

Así que eso de ser madre de mi madre ni siquiera se había cruzado por mi cabeza.

También he de agregar que yo pertenezco a una generación en la que muchas tuvimos que ser nuestras propias madres. No porque no tuviéramos una, sino porque no tenían respuestas a nuestras preguntas. Pertenezco a una generación de mujeres que rompió con muchos moldes tradicionales. Brecha generacional, pues.

Pero ha llegado el tiempo en que ella supone que es hora de colocarse suavemente sobre mi ala protectora.

Pero no es así. No aún. Mi madre siempre ha sido una mujer inteligente, fuerte e independiente, más de lo que en realidad ella cree.

Baste saber que a sus 80 años tuvo la osadía de vivir por primera vez sola. Porque, claro, como dictaban los cánones de la época, vivió bajo la tutela de mi abuela hasta que se casó y pasó a la tutela de mi padre. Y cuando él murió, después de 50 años de matrimonio, vivió por temporadas con mis otros hermanos, hasta que dijo: «Quiero mi casa». Y más tardó en decirlo que en buscar, rentar y decorar su casa a su entero gusto y placer. Y ahí vive, sola, muy a gusto. Y además, por puro gusto, trabaja medio tiempo en la empresa de una de mis sobrinas.

¿Y esa mujer que ahora que tiene 84 años, camina con dificultad, sabe de memoria los impronunciables nombres de medicamentos que toma, juega cartas con singular alegría y habilidad, supone que ya debe colocarse bajo mi ala?

Simplemente no pude mirarla como a una hija (ni cuando le dio COVID). Lo cual fue una maravilla, porque tuve dos meses para conocer mejor a una mujer que, como yo, hizo y hace lo mejor que puede con lo que tuvo y tiene. Su visita fue un gran regalo de la vida.

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Debió ver mi cara cuando me enteré que: “Padres demandan a su hijo por no darles un nieto”.
El juicio se lleva a cabo en la India. La nota dice que los padres (infiero que padre y madre) en sus sesenta años (de modo que seniles no están) demandan al hijo, piloto de profesión y con seis años de matrimonio, que hasta ahora no da señales de querer procrear.
La demanda señala que eso les causa “sufrimiento emocional”. Y “sufren” tanto que la demanda es por más de medio millón de dólares.
El abogado explica que “según la cultura india, el nieto es el último amigo del abuelo”, así que las hijas o los hijos tiene “la obligación” de procrear tan pronto contraigan matrimonio.
Cada vez que utilizan el argumento de “la cultura” para justificar algo (por lo general alguna barbaridad) a mí se me sube la bilirrubina. Primero porque pareciera que la cultura es algo inmutable que nos viene del espacio exterior o es dado por los dioses del olimpo. Y segundo, porque ha servido para justificar desde el matrimonio de niñas con señores hasta la ablación; desde la prohibición de votar para las mujeres hasta la burka.
Llamó mi atención también el monto de la demanda. Se trata de un cálculo de lo que se invirtió en la educación del hijo y en su boda. De modo que el hijo, por obra y arte de la cultura, se convierte en una especie de bien inmueble, en el que se invierte esperando obtener beneficios en cierto plazo.
Y el “sufrimiento emocional” se explica porque el abuelo (nada se dice de la abuela) espera al nieto como su “último amigo”.
¿El nieto será obligatoriamente amigo de su abuelo? ¿Y si es nieta? ¿Y si no le da la gana? Digo, porque dada la demanda, el abuelo muy amigable no se ve.
Será muy interesante ver cómo resuelve el juez. Confío en que tome en cuenta que la cultura es obra y arte de sociedades formadas por seres humanos y, por tanto, cambia, se transforma en el tiempo y en el espacio.
Confío también que el juez (¿habrá juezas?) considere que un hijo no es un negocio del que deban esperarse rendimientos, que el abuelo ya está grandecito para buscarse sus propios amigos o, en todo caso, buscar a un terapeuta que alivie su “sufrimiento emocional”.
Y si el juez falla en contra, yo le entro a la coperacha para que el hijo pague el monto que lo liberará de semejante carga.
Por lo pronto dejo por escrito, con ustedes como mis testigas y testigos, que mi hija no me debe nada (como nada me quedó a deber mi hijo).
Traerla al mundo fue una decisión de su padre y mía (de modo que ni la vida me debe). Cada minuto, cada centavo invertido en ella fue una decisión en pleno uso de nuestras facultades, y se utilizó con el único fin de brindarle las mejores alas posibles, para que volara tan alto y tan lejos como quisiera; para que fuera una persona responsable consigo misma, con los seres que ama y con su comunidad. En otras palabras, nos esforzamos para dotarla de herramientas a fin de fuera libre e independiente, y procure felicidad y paz.
Dicho esto, dejo escrito por aquí también, que no compartiré la noticia de la India con algunos amigos que “mueren por un nieto”, ¡y dan una lata! No vaya a ser…

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