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Transmutaciones

En esta columna encontrarás diversos temas como acceso a salud, a la justicia, laboral, Derechos Humanos, política, desde la perspectiva de género

Hay personas que nos marcan y nos enriquecen aunque solo las conozcamos de manera virtual. Personas que tienden puentes, que crean redes de intercambio y solidaridad, que construyen desde el deseo de mejorar el mundo y están dispuestas a dedicar tiempo, dinero  y energía a promover el diálogo.

Alicia Gil Gómez, socióloga española, feminista comprometida y generosa, es una de ellas. Como maestra, colega, promotora de proyectos por la igualdad, contribuyó en España a mejorar la vida de muchas mujeres. Como directora de la revista digital feminista Con la A,  impulsó durante once años diálogos intensos y abiertos entre las colaboradoras de España y América Latina y sus lectoras/es, supo integrar en un equipo solidario y horizontal a socias, colegas, amigas y colaboradoras esporádicas.

Aunque muchas no nos conocíamos, ni la conocíamos cara a cara, quienes participamos en el trabajo colectivo de la revista, nos sentíamos parte integral de un proyecto valioso que quizá no cambiaría el mundo pero aspiraba a abrir y abrirnos nuevos caminos de solidaridad y empatía.

Doctora en sociología de género, Alicia Gil fue una académica destacada, comprometida con la igualdad y el feminismo. Experta en género, violencia, poder y conflictos y su impacto en las organizaciones, participó activamente en la academia y en programas españoles y europeos para impulsar los estudios de género y promover la igualdad.

Para ella el feminismo no era solo una forma de pensar sino un modo de vida. Así, imaginó y construyó con colegas y amigas, y fondos propios de cada una, la Asociación y la revista digital Con la A, una publicación que, como escribiera en su primer editorial, surgía en una época de crisis económica que, por negligencia de los gobiernos, estaba minando el Estado de Bienestar y favoreciendo que la clase media sustituyera “el ser por el tener”.

Una época en que, pese a los logros de las mujeres en todos los campos, sus voces no se escuchaban lo suficiente ni se valoraban sus ideas para salir del atolladero. Con la A, surgía entonces como espacio de diálogo riguroso, plural, independiente y libre, para que “las mujeres comencemos a sumar, respetándonos en las divergencias, y encontrarnos en lo que nos une, porque la situación lo requiere y porque el conjunto de la sociedad, hombres y mujeres, lo necesitamos”.  Escritas en 2011, estas palabras resuenan hoy, en medio de crisis aún más complejas, como un llamado vigente y urgente.

Con la A, desafortunadamente , cerró hace un año, por falta de fondos. Aunque había funcionado con muy poco dinero casi desde su inicio y perduró gracias al trabajo solidario de las colaboradoras/es y aportaciones de algunas socias, no podían ya cubrirse los costos mínimos. Se perdió así un proyecto independiente más, sin embargo, gracias a la generosidad de Alicia, puede aún consultarse en la red (https://conlaa.com/).  Esta revista, sus artículos y los resultados de sus múltiples iniciativas son el legado más visible deA licia para la ciudadanía, las feministas y quien quiera leerla.  

Para quienes trabajamos con ella y gozamos de su amistad, para sus amigas más cercanas y su familia, la noticia de su muerte, este 3 de enero en Castellón, ha sido un golpe inesperado y terrible.  El recuerdo de su generosidad, sentido del humor y entusiasmo por la vida  apenas lo aligera.  Una vez más la vida, en este caso la muerte, nos muestra la necesidad de valorar cada experiencia y cada instante, de vivir cada día  fondo, como lo hiciera ella,  de trabajar en redes solidarias para mejorar la vida de los demás y la nuestra.

Niña y adolescente bajo el franquismo, Alicia advirtió en numerosas editoriales acerca de los peligros del ascenso de la derecha y del fascismo, en España y Europa, que amenazan en particular los derechos de las  mujeres y las niñas, derechos que hay que defender siempre. 

Su voz nos hará mucha falta en este mundo polarizado, donde se van perdiendo la disposición al diálogo, el respeto a las ideas diversas y la libertad de expresión. En este sentido, el legado más perdurable de Alicia Gil Gómez es su convicción de la necesidad de escucharnos, entendernos y  ender puentes para cuidar la vida y crear un  mundo donde podamos convivir en paz.   

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Año nuevo, nuevos deseos… deseos reiterados de paz, seguridad, estabilidad, armonía. Año nuevo, nuevo ciclo, nuevas oportunidades de construir, de tender redes y puentes para la acción colectiva en busca de un país más justo.

Desafortunadamente, así como los desastres naturales ignoran las fiestas, la dinámica de la guerra y la violencia ignora el calendario. Si en otros años, la navidad o el año nuevo daban pie a una tregua, en Ucrania, Palestina e Israel continuaron las agresiones.

En México la violencia no cesa. Es un viento constante que amenaza con arreciar en este año de elecciones, con reacomodos políticos, amenazas de grupos criminales y nuevas presiones del gobierno de Estados Unidos contra la migración, también por iniciar un proceso electoral. En un año de incertidumbre, nos corresponde preguntar y preguntarnos qué país queremos y cómo resistir a la indolencia y a la polarización.

Tras meses de pre-campañas eternas en que se han promovido nombres y caras sin propuestas, las campañas formales llenarán el espacio público de las mismas y otras caras y nombres, nuevos-viejos discursos. Si quienes buscan el poder se interesan realmente por preservar y fortalecer la democracia,  tendrán que partir desde nuestra realidad desquebrajada y enfrentar –sin ilusiones ni elusiones- los retos que día a día enferenta la ciudadanía, los problemas estructurales que arrastramos desde hace décadas y la crisis de derechos humanos y seguridad ciudadana que desde 2007 se ha agravado.

Además de sus propuestas para garantizar –sin ocurrencias- el derecho a la salud, a la educación de calidad, a un medio ambiente sano – sin quema de combustóleo ni  ecocidio en nombre del desarrollo-, necesitamos  saber qué piensan hacer las candidatas presidenciales para reducir la violencia –sin maquillar cifras.

¿Qué proponen para acabar con la pésima combinación de militarización de la seguridad pública (y de numerosas funciones civiles) y la tolerancia o complicidad de autoridades y fuerzas armadas ante la expansión de corporaciones criminales que se ensañan de múltiples formas con la población, dejando dolor y duelo, mayor miseria e incertidumbre?¿Combatirán al crimen organizado desde sus fuentes de financiamiento?, ¿lo desarmarán? ¿Cómo y cuándo regresarán a las fuerzas armadas a sus cuarteles?

¿Qué medidas concretas propondrán para reducir el feminicidio y las violencias machistas? Seguir contando mujeres y jóvenes asesinadas con saña creciente no es ya soportable. Necesitamos programas de prevención de la violencia, políticas públicas efectivas para promover la igualdad y frenar la crueldad que asesina, mutila  y desaparece. No queremos más discursos seudo feministas, nos urgen autoridades conscientes de su obligación de  prevenir, sancionar, reparar y erradicar el daño que sufren niñas y mujeres todos los días, en la casa y en la calle, en los minsisterios públicos, juzgados y cárceles.

¿Qué harán quienes asuman el poder ejecutivo y legislativo para reducir las desigualdades que la violencia acentúa? A treinta años del alzamiento zapatista, la situación de las comunidades indígenas en Chiapas y en muchas regiones del país ha empeorado.

No solo siguen enfrentado la explotación y el racismo, sufren también el impacto de la dejadez oficial ante grupos criminales que toman pueblos y caminos y pretenden apropiarse de sus habitantes y recursos, como si fueran sus feudos. Acostumbrada ya al conflicto armado no declarado en Michoacán,  Guanajuato, la frontera norte, la sociedad parece indiferente ante la pugna del crimen organizado por controlar la frontera sur. 

La indiferencia oficial y social ante quienes son desplazadas de sus comunidades por la violencia y ante quienes huyen de ésta en sus países tampoco es ya sostenible. La política deshumanizante de Estados Unidos no puede ser pretexto para reproducir y tolerar las agresiones contra transmigrantes y quienes buscan asilo. Toda violación a los derechos humanos de personas extranjeras y nacionales degrada nuestra vida pública ¿Qué piensan hacer quienes aspiran a gobernar el país y sus estados?

Éstas son apenas algunas de las preguntas que tendremos que plantear a quienes buscan gobernar a partir de octubre. A nosotros, ciudadanía, también nos toca preguntarnos cómo contribuir a una paz verdadera sobre la que sentar nuevas bases para una sociedad mejor. En 1994, la iniciativa ciudadana obligó al gobierno a buscar una solución negociada con el EZLN. Vivimos otros tiempos, quizá más difíciles, pero la resistencia ante los abusos del poder y la demagogia, contra los discursos de odio y la violencia institucional es quizá más necesaria que entonces.

Resistir y tender puentes es uno de los grandes retos para la ciudadanía, sobre todo para las mujeres,  en este 2024.

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Escrito por: Lucía Melgar

Está por cerrarse un año difícil, obscuro para muchas familias y comunidades en México y en el mundo. Para quienes han perdido casa, familia, amistades; para quienes han visto sus pueblos atacados por el crimen organizado; para quienes han sufrido y sufren despojos de tierra, de bienes por la voracidad gubernamental y privada o la extorsión criminal; para quienes siguen clamando por sus seres queridos desaparecidos o secuestrados; para quienes la igualdad sigue siendo un anhelo, para quienes no encuentran escucha y apoyo, la ilusión navideña o la celebración de un nuevo año son difíciles o ajenas. ¿Cómo celebrar la vida cuando alrededor ronda la muerte violenta o silenciosa? ¿Cómo creer en la paz cuando cunden ataques criminales y la guerra devasta territorios enteros?

En  México,  vivimos bajo una violencia creciente que este mes ha vuelto a mostrar su faz atroz. A las masacres que se sucedieron todo el año,  se añade la de Salvatierra que a muchos nos recordó la de Villas de Salvárcar en Ciudad Juárez donde murieron asesinados 15 jóvenes en 2010. Como si no bastara con negar la herida ya provocada por las muertes atroces en Celaya el día 3, el presidente insistió en agraviar a las familias de las víctimas, con una acusación infamante  como hiciera Calderón:  antes “eran pandilleros”, ahora “ consumen drogas”.  La  estrategia de no enfrentar la realidad con verdad y justicia parece repetirse. Pero ahora no es mera reproducción de un discurso irresponsable, es ya  un empecinamiento criminal desde la soberbia.

Negar los hechos de violencia criminal que han normalizado en México conceptos como “feminicidio” o “juvenicidio”, que van sumando día a día homicidios dolosos y desapariciones, pretender ocultar o minimizar los ataques del crimen organizado aquí y allá, deja el campo abierto a grupos armados ilegales que han ido tomando territorios ante la incapacidad, la indiferencia o la complicidad de los gobernantes…  y  la desmovilización de la ciudadanía.

¿Qué hacer ante tanta violencia e impunidad? En 2010, el año de la masacre de Salvárcar y el asesinato de Marisela Escobedo, sugieron pequeños movimientos de protesta, testimonios de la indignación ciudadana. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad logró en 2011 una movilización masiva sin impacto concreto pero con un mensaje contundente: “¡No + sangre!!”.  

De cara al 2024, quizá sea ilusorio imaginar otra gran movilización contra la negligencia gubernamental y el auge criminal. Gran parte de la sociedad está traumatizada por la violencia, sin posibilidad de procesar el trauma bajo nuevos ataques y amenazas. A veces la reacción es tomar la justicia en propia mano, como en Texcaltitlán. Donde no impera el crimen organizado hay también miedo o apatía.

No podemos, sin embargo,  perder la esperanza. Si, como escribiera Hannah Arendt,  además de hablar lo que nos hace humanos es la posibilidad de actuar, de crear algo nuevo, nos corresponde actuar contra las violencias que deshumanizan. En vez de descalificar, repetir consignas o asentir haciendo oídos sordos, podemos dialogar reconociendo las diferencias y buscar puntos en común.  Si, con Arendt,  entendemos el poder como capacidad de actuar en conjunto; si pedimos “lo imposible”, quizá alcancemos lo posible.

Como dijera el director de Physicians for Human Rights en el 75 aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos: “Pensamos que el arco del universo moral puede inclinarse  hacia la justicia, pero esto no es inevitable. Apoyar las voces de quienes defienden sus derechos humanos requiere de trabajo y dedicación”. Reafirmar que no estamos dispuestos  a morir y ver morir con los brazos cruzados;  defender  nuestros derechos humanos, los de todxs, es un primer paso contra la violencia, hacia la justicia.  

En el 2024, pese a todo, preservemos la esperanza.

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Escrito por Lucía Melgar Palacios 

Un gobierno autoritario se empeña en acumular poder. Destruye las instituciones democráticas, los contrapesos, desde dentro. Nombra a personas sin criterio propio o que anteponen la lealtad al líder a su obligación de respetar la ley. Favorece rencillas internas que debilitan la autoridad de quienes deberán dirimir eventuales conflictos, a pocos meses de las elecciones. Intenta desacreditar  a quienes defienden la autonomía, la independencia, la sentencia justa.  Descalifica a quién osa preguntar: “¿Dónde está el Estado?” en medio de una crisis imparable de violencia y dolor.

Un gobierno autoritario impone sin consulta megaproyectos que despojan de tierra y agua a comunidades enteras. Hace oídos sordos ante las voces que advierten de la catástrofe ecológica, social y cultural en la península de Yucatán, ya degradada por el desarrollo inmobiliario, las megagranjas de cerdos, el turismo masivo, condenada a la sequía por un capricho trasnochado: el tren depredador. Como dicen que hacía el zar para no ver la miseria de su pueblo, oculta la desvastación tras un escenario de cartonpiedra – y una muralla de mentiras y falacias. ¿ Destruir el entorno social y natural es “conservar” el patrimonio cultural?

Un gobierno autoritario maneja a su antojo los recursos públicos, sin cuidar las reglas ni rendir cuentas. Ocúltense o niéguense los malos manejos de los funcionarios amigos – al fin que sólo faltan unos miles de millones. Acumúlense millones allí donde se puede presumir de “ayudar al pueblo” – no importa si ese Anexo  13 se creó para otros fines y la promoción de la igualdad queda en el aire. Modífiquense los presupuestos aprobados – da igual que reducirlos sin justificación a medio camino esté prohibido. Recórtense los dineros a instituciones latosas- que se las arreglen con menos. De paso, niéguense recursos extraordinarios en casos de desastre – al fin que la sociedad es muy solidaria y nosotros no vamos a ir a ver el desastre.

Un gobierno autoritario alaba y mima a las fuerzas armadas.Exalta su lealtad y heroísmo – y  niega su responsabilidad en violaciones de derechos humanos.  Aumenta el presupuesto para militares y marinos – y  amplía sus funciones y fuentes de ingreso.  Difumina las diferencias entre lo civil y lo miltar con una Guardia “civil” que  resulta militar –  y la paulatina militarización de la seguridad, de los puertos de entrada y salida de personas y mercancías, y hasta de un proyecto turístico…

Si todo esto es ya ominoso,  el empeño de negar la crisis de derechos humanos que padecemos, con la continua negación de masacres, la denostación de las víctimas,  y la manipulación de las cifras de personas desaparecidas, añade agravio al dolor de familias y comunidades,  deshonra la memoria de los muertos. Desoír a las familias de las personas desaparecidas que claman por sus seres queridos y rechazan el cínico intento de borrarlos de los registros, volver a desaparecer a los desaparecidos es un acto criminal.

Incapaz o indolente ante la expansión del crimen organizado y la criminalidad des-organizada, este gobierno autoritario pretende también reescribir la historia reciente como gesta “transformadora”.  Ensoberbecido en su afán de “hacer historia”, olvida que la Historia del presente  se escribe día a día, con acciones, con hechos. Olvida que las falacias de hoy caerán mañana. Desprecia, como otros, la experiencia de la ciudadanía común: la que sufre el embate de los criminales, la que busca a sus seres queridos desaparecidos, la que calla por miedo pero recuerda, la que desafía a la muerte y exige justicia – en Nuevo Laredo, Texcaltitlán, Celaya, Salvatierra… en este país de las fosas. Olvida que asesinados y desaparecidos no son cifras. Son vidas, seres humanos con una historia, con una vida por-venir, que resguarda la memoria colectiva.

En estos días tan difíciles para muchas familias y comunidades, reconocer el dolor de los demás es también reconocernos habitantes de un país rasgado por la violencia, que anhela la paz. En memoria de las personas asesinadas y en recuerdo de las desaparecidas,  evoco estas palabras de  David Huerta en su poema “Ayotzinapa”: 

Quien esto lea debe saber también
Que a pesar de todo
Los muertos no se han ido
Ni los han hecho desaparecer

Que la magia de los muertos
Está en el amanecer y en la cuchara
En el pie y en los maizales
En los dibujos y en el río

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El enfrentamiento de pobladores contra un grupo criminal que los extorsionaba en Texcapilla, Texcaltitlán, Estado de México  es solo uno de los últimos brotes de violencia letal que desgarran al país.

El escándalo es mayor ahora porque no se trata “simplemente” de enfrentamientos entre grupos criminales o entre éstos y agentes del Estado sino de civiles que, hartos de extorsiones, tomaron la justicia en propia mano.

La reacción de la gobernadora y del presidente reproduce el discurso que minimiza la violencia y asegura que el Estado está tomando, tomará, mayores medidas. Una afrenta a las miles o millones de personas que viven en el terror a lo largo y ancho del país. Esta negligencia criminal no solo viola el derecho de cualquier persona a que el Estado garantice su vida y su seguridad, también transgrede el derecho a la salud física y mental, cierra día a día la posibilidad de convivencia pacífica en México.

Tomar la justicia en mano propia es una acción peligrosa e injustificable. Vendetas y linchamientos atentan contra el estado de derecho. El problema aquí es que en muchas regiones del país no hay estado de derecho. Peor: no hay Estado. O, si lo hay, parece o es un aparato alegal ligado al crimen organizado que, si no lo alienta, lo solapa.

Si no, ¿cómo se explica el crecimiento de los “carteles” en Guanajuato cuando, desde 2015, según un mapa de la DEA, ahí operaban cinco “cárteles”? ¿O la expansión del crimen organizado en Chiapas, donde, además de balaceras en San Cristóbal, según testigos,llegan “de un día para otro” grupos criminales a poblados de la sierra a extorsionar y despojar?

Una y otra vez, se reporta que la Guarda Nacional, el ejército o las policías “llegaron después”.  Y no pasa nada. EL gobierno minimiza los hechos y estigmatiza a las víctimas, como a los jóvenes asesinados en Celaya, o cierra los ojos ante casos como el secuestro de una familia entera en una comunidad en Guerrero o los bloqueos recurrentes en Michoacán.

Estos  abismos en la política de seguridad pueden llevar a la población a armarse para enfrentar al crimen, como ya lo hicieron las autodefensas, o usar lo que tengan a mano, como acaba de suceder en Texcaltitlán ¿Esto es lo que busca el gobierno con su política de simulación? Al parecer ni esto le importa.

La tragedia de esta espiral mortífera no es solo que, sin freno, la violencia no cesa, sino que los daños que vemos  -por terrible que sea la pérdida de vidas- ocultan otros igualmente profundos y duraderos que mutilan a comunidades y personas. 

La extorsión en primer lugar impone una carga continua a quienes amenaza directamente con perder la vida o a algún familiar, les limita cualquier posibilidad de estabilidad o mejora económica y destruye su tranquilidad. Algunos dejan su negocio y huyen, muchos no tienen adonde ir. El aumento de precios de productos alimenticios por las “cuotas” afecta en su vida diaria a millones de personas. El miedo a perder la vida y la seguridad paraliza y mina la salud de las víctimas directas de la extorsión, las balaceras o las desapariciones, daña a toda la comunidad.

 Al desangramiento y al vampirismo económico que estamos atestiguando, mudos de espanto, se añaden repercursiones que suelen pasarse por alto o que se imaginan, si acaso, como desgracias ajenas que suceden “ en otra parte”:  la normalización de las violencias cotidianas, el sufrimiento de mujeres y niñas violadas o desaparecidas, de jóvenes enganchados o secuestrados por el crimen organizado;  el aprendizaje de la crueldad entre adolescentes, la socialización de niños y niñas bajo el terror; el duelo de familias y comunidades que pierden a seres queridos en asesinatos o desapariciones,  el dolor de las víctimas estigmatizadas, desesperanzadas a golpes de injusticia.

Estas violencias nos atraviesan a todas y todos como un cuchillo, aunque parezcamos anestesiados (por la violencia o las mentiras oficiales). Mucha gente joven ha sufrido ya experiencias traumáticas. En algunos la desolación es tal que no pueden imaginar un futuro, viven un presente quebrado, otras se aferran a alguna esperanza ¿Qué podemos decirles? ¿”¡Qué terrible!”? ¿”Perdón”?   

¿Y ¿qué vamos a cambiar? 

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En estos tiempos, parecen multiplicarse personajes y grupos que, por más que hayan asumido o tengan la obligación de privilegiar el “bien superior de la Nación”, le anteponen su bienestar propio.

En este catálogo aparecen políticos que, emberrinchados, ineptos o caprichosos, provocan crisis diversas en sus estados, municipios o en el país, funcionarios corruptos que se sirven del erario público como de su cartera, candidatas/os que ensucian ciudades y campos con propaganda ilegal con tal de difundir su nombre y rostro, representantes populares que ignoran a la ciudadanía para seguir órdenes de arriba y buscan aprobar leyes torcidas o reimponer a una fiscal cuestionada, personajes diversos que buscan debilitar a las instancias judiciales y electorales, jueces que dictan sentencias injustas…

Quienes ejercen el poder político en sus diversas formas tienen mayor responsabilidad ante la ciudadanía, la “Historia” y “la Patria”(a las que algunos tanto apelan) que la gente común; pero ¿acaso la sociedad – en particular los grupos con poder económico o amplia influencia- no somos co-responsables de lo que aquí sucede?  ¿A quiénes les importa preservar y mejorar, si no “el país”,  la vida y la convivencia hoy y a futuro?

México no es solo un territorio, un mapa donde trazar a capricho rutas de trenes o desarrollos inmobiliarios, una fuente de recursos que usar o depredar; tampoco es un conjunto de “recursos humanos” disponibles para la explotación por medios legalizados o criminales, como parecen creer autoridades de todo tipo, grupos económicos cuyos intereses se trenzan con el poder político, o el crimen organizado que, de Chihuahua a Chiapas, opera como un conglomerado empresarial al peor estilo neoliberal y necropolítico.  

Un país es a la vez un territorio interconectado en sí  y con el mundo, una sociedad ligada a su medio ambiente,  a sus interpretaciones del pasado y a sus aspiraciones de futuro; un ámbito de convivencia;  un conjunto de identidades múltiples, de lugares de pertenencia individuales y colectivos.

Para muchas personas, no es una “Patria” sino, como escribiera J.E. Pacheco, uno o “diez lugares suyos,  cierta gente”…  por los que “daría la vida”. No  es un ente inaprehensible, sino esos espacios, hermosos o degradados, preciados para la vida de cada quien, de una comunidad. 

 Si, como parece, a la clase política no le importa el país (ni su estado, ni su ciudad), al que confunde con un campo de batallas personales o un parque de diversiones, ¿le importa a las empresas? No, desde luego, a las transnacionales que violan la ley para depredar, contaminar o atentar contra comunidades y defensores/as del medioambiente.

Tampoco a grandes empresarios cuyos intereses se trenzan con el poder político, que se hacen eco del discurso oficial y, si acaso critican la militarización o la extorsión criminal, se cuidan de hacerlo en público. Tampoco las empresas que violan la Ley del Trabajo, promueven o toleran el acoso laboral y sexual y contaminan su entorno. Su impacto no es menor, afecta la vida cotidiana de personas y comunidades.

¿Le importa su municipio, su ciudad, su cuadra a la gente común? No a quienes actúan como si el espacio público fuera solo suyo (y propiedad significara abuso), no a quienes contaminan el aire y confunden avenidas con pistas de carreras, sin piedad por quienes atraviesan la calle, indiferentes a las ambulancias. Tampoco a quienes, contra toda civilidad, maltratan o golpean a quien se les cruce en el camino,  empujan y pisotean en el metro, o disparan insultos por doquier. Tampoco a quienes descalifican a las mujeres que se atreven a denunciar violencias machistas, ni a quienes estigmatizan a jóvenes asesinadas y asesinados o madres buscadoras.

De arriba abajo, se repiten conductas que degradan la convivencia y el medioambiente, prevalece la gana o necesidad de enconcharse en si mismo/a, por arrogancia, miedo o desesperanza. Quejarse solo de la ineptitud o negligencia de la clase política, pasa por alto la co-responsabilidad personal y colectiva en la degradación de la vida política y en la corrosión de la vida cotidiana.

Por eso es imprescindible escuchar y fortalecer la voz y las demandas de familiares de personas desaparecidas o asesinadas, preservar la capacidad de diálogo y acción colectiva. Por eso son fundamentales quienes actúan con integridad, quienes defienden la dignidad de todas/os, quienes  denuncian la corrupción, quienes exigen justicia, quienes buscan la verdad.

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Las guerras, los conflictos armados y los actos terroristas dañan cada día más a la población civil a la que, por más leyes de guerra que se firmen y confirmen, no respetan ni las bombas, ni las armas ni la crueldad de los agresores.

En estos contextos, niñas y mujeres están más expuestas a sufrir, además de violencia extrema generalizada, la violencia sexual que se ensaña contra ellas por el hecho de ser niñas y mujeres. En un reciente reporte sobre violencia sexual en contextos de conflicto armado, publicado por el Secretario de Naciones Unidas (junio 2023), que expone, entre otras, atrocidades cometidas en Mali, Sudán, República Democrática del Congo, Mianmar, Haití, Ucrania, entre otros, se hace evidente que las violaciones masivas, la prostitución forzada, la trata y otras formas de violencia sexual son de las armas más crueles, menos castigadas y que más secuelas dejan.

La falta de castigo a estas violencias, perpetradas desde la Antigüedad, no se debe a falta de leyes o acuerdos internacionales. Por lo menos desde finales del siglo XIX existía legislación que invocaba el respeto a la familia (y su “honor”), substituida en el siglo XX por sucesivas normas y sentencias derivadas de la II guerra mundial (Convención de Ginebra IV, sobre protección de civiles), de la guerra en los Balcanes y el genocidio en Ruanda (Tribunales especiales para Yugoslavia y Ruanda en los años 90), el Estatuto de Roma y los Principios de la Haya, en cuya elaboración y revisión fue decisiva la participación de mujeres especialistas en violencia de género para especificar y ampliar la definición de violencia sexual dentro del marco conceptual y legal de crímenes de guerra y contra la humanidad (https://4genderjustice.org/ftp-files/publications/Los-Principios-de-la-Haya-sobre-la-Violencia-Sexual.pdf).

 En términos muy generales, la definición de actos de violencia sexual es muy amplia en estos documentos. No se limita a la violación ni en ésta a la penetración, incluye en cambio los atentados contra la autonomía y la integridad, y desde luego el uso de la fuerza o cualquier forma de coerción. Además, para entrar en el marco de crímenes de guerra, debe considerarse que: “la conducta haya tenido lugar en el contexto de un conflicto armado internacional” o “que no era de índole internacional y haya estado relacionado con él” y que “el autor haya sido consciente de circunstancias de hecho que establecían la existencia de un conflicto armado”. 

Para ser considerada crimen de lesa humanidad, se toma en cuenta que: “la conducta se haya cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido contra una población civil” y “ el autor haya tenido conocimiento de que la conducta era parte de un ataque generalizado o sistemático dirigido contra una población civil o haya tenido la intención de que la conducta fuera parte de un ataque de ese tipo” (lineamientos de CPI en Principios de la Haya).

 Naciones Unidas, a su vez, emitió las resoluciones 1325, que hace responsables a los Estados de castigar estos crímenes, y 1820, que reconoce el uso de esta violencia como táctica de guerra, que atenta contra la paz y la seguridad.

En los años 90, la guerra en los Balcanes y el genocidio en Ruanda le recordaron al mundo en todo su horror el recurso a la violación y a la violencia sexual como arma de guerra, cuya destructividad ya se había hecho evidente en la campaña genocida en Guatemala y el conflicto armado en Perú (por mencionar dos casos de ataques masivos contra mujeres y niñas bien conocidos en América Latina).

De hecho, las reacciones de mujeres organizadas fueron cruciales para que la violación sistemática en esos contextos se reconociera como crimen de guerra. Hoy, en pleno siglo XXI, después de un cúmulo de barbarie contra mujeres yaziríes en Irak y mujeres rohingyas en Mianmar, y denuncias de violaciones sistemáticas en Ucrania por parte de tropas rusas, las violaciones individuales y tumultuarias perpetradas por terroristas de Hamas contra niñas y mujeres en Israel el 7 de octubre llaman de nuevo a una denuncia general de estos crímenes (aun cuando Hamas niegue estos hechos porque “respeta el Corán”, cuando otros grupos terroristas islámicos han cometido también este tipo de crímenes).

Minimizar este último caso, como han hecho algunos medios, no contribuye a ninguna causa más que a fortalecer al patriarcado más violento y a ignorar el trauma de mujeres y niñas atacadas con gran crueldad y de quienes atestiguaron estos actos.

En el ámbito formal, está ya en proceso un Tribunal especial para Ucrania, donde se han denunciado desde 2022 crímenes sexuales cometidos por las fuerzas rusas, y algunos combatientes ucranianos, además de desplazamiento forzado y otros crímenes de guerra, que deberían llegar a la Corte Penal Internacional.

En el caso de Israel, la ONG Physicians for Human Rights-Israel acaba de publicar un detallado reporte basado en testimonios de sobrevivientes que atestiguaron estos crímenes, reportes de personal de seguridad y de emergencia, y evidencia audiovisual que circuló en redes, que podría servir para una investigación de estas violencias como crímenes de guerra y lesa humanidad por parte de la Corte Penal Internacional, de la que Israel no forma parte pero a la que al parecer apelará la ONG. Aunque estas iniciativas tienen un alcance limitado ya que la tasa de castigo de los tribunales internacionales es mínima, permiten visibilizar y denunciar estas violencias

Sacar a la luz las atrocidades cometidas contra mujeres y niñas (y algunos hombres) en Israel, Irak o Siria  por grupos terroristas, en Haití por pandillas, en países africanos o asiáticos por tropas oficiales o mercenarias, o por una combinación de actores armados que incluyen al crimen organizado, como en México (donde faltan datos), es imprescindible para exigir que los propios gobiernos, organismos internacionales y la Corte Penal Internacional actúen de manera más decisiva para prevenir y castigar estos actos que atentan contra la dignidad, la autonomía, la salud y la vida, y que dejan hondas secuelas en las víctimas directas e indirectas y en sus comunidades.  

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En un testimonio valiente y honesto, Alejandra Cuevas, presa por un delito inexistente durante 528 días, devela la podredumbre del sistema de justicia desde las altas esferas hasta los pasillos obscuros y las celdas sobrepobladas de las cárceles.

Su libro, El Verdugo, deja en claro la injusticia atroz de un sistema penal convertido en arma de venganza que padecieron ella y su familia, nos obliga, a la vez, a mirar detrás de los discursos y leyes que justifican el encarcelamiento de miles de personas en nombre de la “justicia”, la “reparación del daño“ o “el bien de la sociedad”.

Contra el populismo punitivista que en los últimos años en México ha atraído a tantos (incluso a mujeres que se dicen feministas), libros como éste corrobaran lo que múltiples estudios del sistema penitenciario mexicano han documentado, con la gran ventaja y acierto de compartir esta mirada crítica  y este conocimiento doloroso y necesario, con un público más amplio.

Las pésimas condiciones de la población carcelaria en México y en América Latina son de sobra conocidas  – y no por ello cambian. Elena Azaola, estudiosa de este espacio de marginación y sufrimiento, documentó en 2021, por ejemplo, cómo el punitivismo, con su endurecimiento de penas y ampliación de delitos sancionados con cárcel, ha llevado desde los años 90 al incremento del encarcelamiento, a la sobrepoblación y pérdida de control del Estado en muchos penales, y al empeoramiento de las condiciones de vida en ellos, que afecta más a las mujeres para quienes la justicia “es más lenta” y quedan años encarceladas sin sentencia.

Las cárceles son tan terribles por infrahumanas que, además de evitar el punitivismo y la prisión preventiva oficiosa, entre sus recomendaciones Azaola incluye asegurar “el abasto de agua y de alimentos suficientes y de buena calidad”, atención médica y otras necesidades básicas para cualquier ser humano.

En El Verdugo, donde también cuenta su caso y el de su familia, perseguidas por el fiscal general de la república, Alejandra Cuevas recupera sus diarios de esos meses en Santa Martha Acatitla. Muestra lo que significan el hacinamiento, el maltrato y las “condiciones infrahumanas” que se imponen a las presas, incluso en un penal considerado menos terrible que otros. Desde su arresto ilegal hasta su salida, el trato por parte del personal policiaco y penitenciario fue casi siempre hostil, agresivo o de plano grosero, como si parte del castigo fuera humillar e insultar.

Entre otros detalles que revelan mucho de la vida en prisión, Cuevas refiere cómo la obligaron a desnudarse y ponerse una ropa cinco tallas más grande que la suya, a bañarse con agua helada a las 3 de la mañana; cómo las custodias pasaban también a las 3 golpeando los barrotes de las celdas y, cuando las inspeccionaban, las dejaba “como si hubiera pasado un huracán”.

Al trato vulgar se añade la burla: cuando pregunta por la regadera (inexistente), la custodia responde: “no estás en un hotel” o “¡¿Qué no entiendes que estás en la cárcel?!”. Las groserías desde luego tampoco faltan.

La cárcel, como lo mostrara con extraordinaria crudeza José Revueltas en El apando (1969), deshumaniza a quienes encierra, presas o custodias. Las autoridades, superadas o cómplices, forman  parte de esta trituradora de vidas y almas que, como escribe Cuevas, transforma a miles de mujeres sin sentencia, en “mujeres invisibles”,” fantasmas” de beige; muchas sin posibilidad de defenderse por falta de recursos, abandonadas por sus familias.

No extraña entonces que, ahí donde “los gritos son aullidos mudos”, las ideas de suicidio sean “constantes” y los intentos (fallidos o logrados) recurrentes. Tampoco sorprende que, también corrompidas y despreciadas, las custodias abusen de su minúsculo poder, como suele suceder en este país jerárquico y autoritario.

Contra las violaciones de derechos humanos que comete, impune, el Estado en las cárceles, la fortaleza espiritual de Alejandra y el inteligente activismo de sus hijos e hija convirtieron su caso en causa nacional.  

Lograron superar hasta las más sucias manipulaciones de la ley y confirmar su inocencia. Contra la obscuridad y la desesperanza que permean Santa Martha, Alejandra imaginó y logró iluminar la cárcel, con pintura clara y trabajo colectivo de las propias presas. La solidaridad y amistad que ahí también florecen nos refrendan la urgencia de desmantelar un sistema que aplasta toda esperanza y mata en vida.   

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¿Apoyaría usted a una organización cuyos objetivos públicos son proteger a las poblaciones más vulnerables, en particular a niños, niñas y adolescentes (NNA), acabar con la pobreza extrema, combatir el trabajo infantil, el trabajo forzado y mejorar las condiciones laborales en el campo, y que, además, busca también acabar con la trata, la violencia y la explotación de NNA?

Estos objetivos admirables se centran en problemas urgentes que dañan efectivamente a la infancia y la juventud, sobre todo en países como México, en América Latina y África.

¿Qué pensaría usted si resulta que ésta es una organización internacional, fundada y basada en Estados Unidos, con mucho dinero, entre otros fondos de USAID, la agencia de desarrollo internacional de EU, y del Departamento del Trabajo? ¿Y si el capítulo mexicano de esa organización internacional incluye entre sus vías de acción “incidir en las políticas públicas”? ¿Y si ya trabaja en 14 países de Latinoamérica y en 26 estados del país y ha hecho convenios con numerosos gobiernos estatales y sobre todo municipales porque los considera la mejor vía de incidencia?

¿Y si, por último, se trata de una organización cristiana cuya misión, según su página oficial, es trabajar “para promover la transformación humana, buscar la justicia y dar testimonio de las buenas noticias del reino de dios”: difundir los valores cristianos? Y si, además, se declara “provida”, es decir, antiderechos, aunque dice promover el espaciamiento de los embarazos?

La pregunta central aquí es no solo si esta organización evangélica, World Vision (Visión Mundial), puede promover valores cristianos a través de programas de “protección de la niñez” más vulnerable, sino, sobre todo, si en nuestra “República democrática, laica, representativa y federal” es legal y aceptable que gobiernos estatales y municipales firmen convenios de colaboración con una organización religiosa a la que permiten incidir en su política pública mediante programas de capacitación para el trabajo (Oaxaca), convenios contra el trabajo infantil y forzado (Jalisco), contra la trata (Cancún, Tlalpan), contra el trabajo infantil en el campo (BC y BCS, CHIH. con el programa “Cosecha Justa”).

¿Por qué y bajo qué criterio legal las representaciones locales y nacional de SIPINNA avalan con su presencia estos acuerdos? ¿Por qué la Secretaría de Salud y el DIF Nacional firmaron en 2021 un convenio con World Vision México para proteger los derechos de la niñez que incluye entre sus ejes temáticos “el diseño de políticas públicas” enfocadas en prevenir la violencia contra la infancia y demás objetivos ya señalados? ¿Por qué se alía SECTUR con WV para prevenir la trata en zonas turísticas? (30.VII.2023). ¿Por qué se ha permitido que WV “capacite” a funcionariado local acerca de violencia contra NNA con contenidos falaces que reproducen estereotipos de género y promueven la familia tradicional?

Sabemos que desde el Ejecutivo se han filtrado en la política inclinaciones religiosas que transgreden el espíritu y la letra de la Constitución. Sabemos que grupos y ONGs de derecha se han apropiado del discurso de los DDHH para promover políticas reaccionarias.

Ahora podemos observar que no importa el color del partido, desde municipios, estados y gobierno federal se ha abierto la puerta a una nueva evangelización desde el diseño de políticas públicas, campañas informativas, capacitación y, desde luego, trabajo en las comunidades.

¿Optan estas autoridades por semejante alianza por la “austeridad”? ¡Recibe recursos o suponen que pueden “subcontratar” a organizaciones financiadas desde el extranjero? ¿Acaso no hay especialistas y ONG’s sin “misiones” religiosas? ¿Por qué no han tomado en cuenta otras propuestas para combatir la pobreza extrema o prevenir la violencia, diseñadas en instituciones académicas y ONGs laicas en México?

Permitir o facilitar el trabajo de una ONG internacional y religiosa es muy distinto que sentarla a la mesa a diseñar o incidir en las políticas públicas ¿Acaso no son estados y municipios, SIPINNA, DIF, SECTUR responsables de diseñar esas políticas? ¿Podemos suponer que tal vez desde la propia SEGOB, en épocas de Adán Augusto López, se promovió la “cooperación” con World Vision?

Muchos convenios se firmaron entre 2021 y 2023, aunque hubo otros antes. Y si no, ¿dónde está SEGOB? ¿Podemos suponer que las direcciones de SIPINNA y el DIF Nacional están de acuerdo con la promoción de “métodos naturales” (como las cuentas de ciclo- “cycle beads”, es decir el añejo “rirtmo”) como método anticonceptivo? ¿Les parece correcto que se promuevan esterotipos de género que contrarian la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia?¿Acaso ignoran que existe una red internacional antiderechos que promueve no solo la penalización del aborto sino la restricción de anticonceptivos? ¿Dónde están CONAPO, INMUJERES y la propia SEGOB?

Mucho nos ha costado a las feministas y movimientos de mujeres defender nuestros derechos e ir accediendo hacia la igualdad, para que ahora desde gobiernos municipales y estatales se abra la puerta de atrás a una organización cristiana conservadora que manipula la religión para “transformar las mentes” en nombre del “reino de dios”.

Quizá haya que recordarles a las autoridades de todos los niveles y colores la experiencia del Instituto Lingüístico de Verano en Chiapas, que dejó un lastre de conflictos religiosos. O recomendarles que consulten en internet qué es World Vision y cómo grupos derechistas de Estados Unidos, inciden en el mundo a través de organizaciones con “buenas intenciones” y valores religiosos. Y enviarles un ejemplar de la Constitución con el artículo 40 subrayado:

 “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.

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El estallido de violencia contra otro grupo, entre países, en un mismo país, o por parte de un grupo terrorista, a menudo si no siempre, va precedido y acompañado de discursos que configuran a los “otros” como enemigos amenazantes contra quienes se justifica la violencia.

Este “discurso peligroso”  forma parte de un tipo de discurso más amplio que estigmatiza al “otro”, por su pertenencia a un grupo étnico, racial, religioso, o de manera más amplia, por su género, orientación sexual, etc.: el “discurso de odio”.

Desde el atentado terrorista de Hamas contra civiles israelíes y el inicio de los ataques del gobierno de Israel contra la población civil de Gaza –para “destruir a Hamas”-, han resurgido o se han agravado expresiones peligrosas que incitan a la violencia y la justifican, así como crecientes manifestaciones de antisemitismo y anti-islamismo, formas de discurso de odio que en algunos países, ya han derivado en amenazas o agresiones directas, todos ellos signos de los tiempos oscuros que vivimos.

El racismo, el antisemitismo, el anti-islamismo, la homofobia y otras formas de discriminación no necesariamente incitan a la violencia pero pueden ser un caldo de cultivo para ésta en cuanto estigmatizan a personas o grupos y, en circunstancias propicias, pueden llevar a la agresión.

Constituyen expresiones de intolerancia que implica, entre otros, la contraposición de un “nosotros” cerrado contra “un otro”;  una “identidad propia” que, según el filósofo Jean-Luc Nancy, se vuelve peligrosa cuando se presenta como “autenticidad” y puede llevar a la idea de “raza pura”.  Lo que llamamos “discurso de odio” degrada a “otros”. Según Nancy, las expresiones de odio dañan a quien las recibe y a quien las expresa porque “quien odia pierde su dignidad pues se la niega al otro” (2013).

 Las definiciones de “discurso de odio” son variadas y amplias. En algunos países han llevado a limitar la libertad de expresión, en particular en países europeos como Alemania, en contraste con Estados Unidos, donde la tolerancia hacia expresiones racistas es extrema y se pueden, por ejemplo, exhibir y hasta vender insignias nazis.

En este contexto, el Dangerous Speech Project (basado en EU) distingue dentro de éste el “discurso peligroso” que, explica, no siempre inspira odio sino miedo y con frecuencia contiene falsedades.  Lo define como: “cualquier forma de expresión que pueda aumentar el riesgo de que su audiencia acepte o cometa actos de violencia contra otro grupo”, incita a la violencia, no necesariamente la causa, de ahí su peligro.  

En mi opinión, esta distinción es útil ya que permite caracterizar y entender la particularidad de los discursos que construyen a “otros” como enemigos peligrosos, inspiran miedo y favorecen y justifican la violencia. Esta construcción puede darse como un proceso de animalización o cosificación, denigración y deshumanización. De ahí que sean inadmisibles expresiones como la de los yihadistas que buscan la “destrucción de Israel”  desde una visión fundamentalista, o la del ministro de defensa israelí que caracterizó a los palestinos de Gaza como “animales humanos” que serían tratados como tales.

Distinguir entre discurso que incita a la violencia y discurso que expresa odio o desprecio, no implica que el “discurso de odio” no contenga en germen un desenlace violento. A los actos antisemitas y anti-islámicos que han aumentado en Estados Unidos, Francia, Rusia y otros países desde el 7 de octubre  antecede un aumento de actos racistas en Francia en 2022 (también contra gitanos, afrodescendientes y árabes) y en Estados Unidos desde el gobierno de Trump;  es un fenómeno enraizado en añejas formas de discriminación.

El estallido antisemita en el aeropuerto de Dagestan hace unas semanas saca a la luz tanto el antisemitismo que llevó antes a los pogroms contra las poblaciones judías de Rusia, como los discursos discriminatorios del gobierno de Putin (y el antisemitismo de los jerarcas de la iglesia ortodoxa rusa, como explica Jean Meyer- El Universal, 5 de noviembre). 

Éstos son solo breves ejemplos del peligro de tolerar las expresiones individuales y sociales que estigmatizan o desprecian a otros y, peor, los demonizan y deshumanizan, y de justificar  la manipulación discursiva de gobiernos, iglesias o grupos extremistas, que creen que la violencia los beneficia, a costa de poblaciones civiles inocentes, como sucedió en Israel o sucede ahora en Gaza.

El irresponsable término que califica las muertes de civiles como “daño colateral” no es discurso de odio pero responde a un profundo desprecio por la vida de quienes no forman parte del “nosotros”. 

En este ambiente tóxico es necesario recordar y afirmar cuantas veces sea necesario que ninguna vida humana vale más que otra.

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